viernes, 26 de diciembre de 2008

Till We Ain't Strangers Anymore


Hola extraño:

Lo que se estila al comienzo de este tipo de cartas es preguntar cómo estás, qué tal te fue, si todo anda ok... en fin. En otras circunstancias, tal vez te lo preguntaría, pero no quiero hacerte sentir más importante que, como seguramente te has ya de sentir por estos días.

Bueno, hace ya bastante tiempo me prometí a mí mismo no volver a escribirte uno de mis "clásicos" mails, porque... supongo que te aburrirán por lo extensos que son, porque la mayoría de veces redundan en lo mismo y también porque... a mí tampoco me nacía escribirte en estos últimos meses. Digamos que, algo así como que contigo ya tiré la toalla. ¿Para qué chucha esmerarme en escribirte usando un montón de palabras bacanes dedicadas especialmente a ti, si precisamente lo más probable es que, cuando las leas, no te signifiquen nada? Y claro, tampoco es que te encuentres en la obligación de sentir algo especial por cada línea que yo te dedique, pero... es inevitable no respirar tu insensibilidad hacia mí durante todo este tiempo.

¡Ahhh...! ¡Quién diría que hace exactamente doce meses atrás, gozábamos de la mejor relación que en su momento pudimos tener! Ya sabías lo que sentía por ti, te alejaste un tiempo, te arrejuntaste con una tipa de esas que abundan en juergas a la vuelta de la esquina, te separaste de ella, volviste a escribirme dándome tu nuevo número telefónico y preguntando por el mío, mandabas mensajitos de texto a mi celular -algo melosos pero halagadores al fin- haciendo parecer que a pesar de todo, yo seguía siendo parte importante en tu vida, y que no querías que eso cambiase para nada en nuestra singular... amistad.

Allí estábamos los dos, nuevamente juntos. Tú llamando a mi cel preguntando cuándo nos volveríamos a encontrar de nuevo, y yo esperando cautelosamente que ello ocurriera. Bien podrían testimoniarlo esas salidas nocturnas que proponías a la salida de la universidad, las extensas caminatas por solitarias -y por qué no decirlo, románticas- calles, las conversaciones extensas en despoblados parques a tan altas horas de la noche, a solas tú y yo, esa riquísima fragancia que nunca olvidas de llevar en tu piel cada vez que sales a alguna parte, el tóxico aroma del cigarro que lamentablemente no quieres dejar aún -pero cuyo olor no deja de volverte más irresistible-, los detalles que tenías a bien invitarme cada vez que nos perdíamos juntos -el refresco, las galletas, el helado, la limonada frozen o lo que sea que me invitaste en Starbucks la última vez-, las largas tertulias en las banquetas de esos favoritos parques tuyos -¡y tan pegados el uno al otro, por Dios!-, tu sonrisa a medio camino entre inocente y pendenciara, que por momentos me hacía entender que sabías me seguía cagando por ti, pues la cara de cojudo que seguramente yo tenía en ese momento era una prueba más que evidente.

Agradezco pues, todas esos inolvidables momentos y además esas "extrañas" muestras cariño porque... ¿no habías olvidado que hacía un par de años atrás te dije que me gustabas, verdad? Quizá no lo hice correctamente porque... bueno, no sé si comprenderás pero, si para mandarse a una flaca la cosa es algo difícil, imagínate el doble, el triple, o la N potencia que puede resultar mandarse así, a la prepo, a otro pata... digamos tan infantil, tan inocente, tan babas, tan huevas... que sigue soñando con sus dibujitos de manga y anime, que tiene como bandera al superhéroe de un juego de video -y que yo en tu lugar y a tu edad, me daría un poco de roche lucirme así ante mis demás patas-. Pero ¿qué chucha podía hacer? Yo no elegí sentir eso por ti, sencillamente nació y... si bien es cierto que pocas veces intente desterrar ese sentimiento de mi corazón, sencillamente no pude.

Infla tu ego compadre. En todos estos años, jamás hubo día que no pensara en ti. Imaginaba qué estarías haciendo, cómo la estarías pasando, si ya tendrías un tiempo libre para llamar a mi casa y preguntar por mí para volver a salir juntos. ¡Carajo, me sentía como si volviera a tener 15 años! Y es que, esas llamadas tuyas, ese interés hacia mí, esas salidas juntos, esa sensación de "extrañarte" cada vez que pasaban más días sin saber de ti... dime tú ¿es algo que se puede controlar? ¿Existe algún interruptor en nuestro organismo que "administre" esa sensación, o que la podamos extirpar de nuestro corazón y empezar de la nada, como las huevas?

La comparación es necia, pero la suelto para que te hagas una idea. ¿Alguna vez te has enamorado... pero de verdad? Claro, si yo fuera uno de tus amiguitos-huevas, de seguro me responderías que sí. Que tuviste una flaca en tu haber -bajo un inevitable tufillo de orgullo- y que sabes lo que se siente estar templado de verdad. Si cuñao, tan enamorado estabas que -según versión salida de tu propia boca- la comadre ésa, tu ex, te botó por otro pata cuando se dio cuenta que tú no mostrabas el suficiente interés hacia ella, y peor... que en su pelada cara mostrabas más atención por otras tipas (¡!) que se te cruzaban.

Bueno pues, te diré lo que es sentirse templado, según mi experiencia -que no es poca, dados los años que ya me manejo en esta vida-. Cuando te fijas en alguien, si bien el físico es importante (por cierto, los osos albinos son mi debilidad, ¿sabías?), también cuenta lo interior: su forma de desenvolverse, su personalidad, sus pensamientos, su espíritu y todas esas chorradas que de seguro deben de parecerte ridículas, pero que aunque no lo creas, tienen mucho de verdad. Y eso fue precisamente lo que me gustó de ti: ese aire de niño eterno, sin malicia, con ese hálito de ternura, que no desea ni hace mal a nadie, con esa abierta ignorancia a cómo es el mundo real, con la inocultable carcasa que te muestra como un muchachito correcto, virgen, imposible de imaginarte calentón al lado de una mujer en la cama, incapaz de darse un pajazo por una calata de imágenes porno, el indeleble perfil de "niño Goyito" que a más de una estúpida -de esas que no te cansas de soltar que "te gustan"- les parecerá aborrecible, pero que yo considero una de las cualidades más interesantes que se pueda encontrar en un mozuelo de tu edad. En pocas palabras, todo un chico de su casa, de pies a cabeza.

Esa actitud tan innata y natural en ti, fue lo que me convenció de considerarte como pata. Y cuando te conocí, a la segunda semana de haber platicado contigo por primera vez, de pronto me abriste tu corazón, contándome -en ese entonces- que los idiotas esos de tu colegio te jodían la paciencia por tus fachas y tu forma de ser... ¡Mierda! Tenía ante mis ojos una joya de persona... y que se sentía infeliz por no ser aceptado por unos mocosos cojudos que se alucinaban pendejeretes malditos y con más calle. ¡Carajo, el mundo está de cabeza verdaderamente! Un pata tan noble como tú, no tendría por que avergonzarse al no rebajarse en comportarse como un piraña cagón de esos, lo digo en serio. Y cuando tiempo después, comenzaste a abrirte más, contándome tus paltas, tus miedos, tus sueños... putamadre, yo te escuchaba como quien atiende esmeradamente a una criatura de ocho años. Y es que sonabas tan infantil (cosa que tomo aquí como una virtud), tan dulce, tan niño, tan tú mismo... ¿Cómo podía censurar tus pensamientos? ¿Cómo decirte que me sonabas recontra tierno y que poco a poco, empezabas a ilusionarme más? Nuestras salidas de ese entonces comenzaban a hacerme sentir especial, me emocionaba un montón con la idea de volverte a ver, de planificar una salida a escondidas de nuestros padres, de faltar tal vez un día a clases para encontrarnos y pasar toda la tarde juntos, caminando, hablando, recostados como un par de vagos en la banqueta de un parque. Si, seguramente si estás leyendo esto ahora, debes sentirte asqueado de lo que te digo, pero... es lo que comenzaba a sentir por ti y es la pura verdad. ¿Para qué maquillarlo a estas alturas? Sería tonto, ¿no?

Y bueno, te decía lo que es sentirse enamorado de verdad (o al menos lo más aproximado a eso). En esos primeros años -infla tu ego nuevamente- mi universo giraba en torno a ti. Todo lo que hacía o dejaba de hacer, lo acomodaba a tus actividades y quehaceres, a las salidas que quisieras tener conmigo o las llamadas telefónicas -insistentes de mi parte por aquellos días- que me hacían sentir más unido a ti. No existió nadie más en ese momento -hombre o mujer- que capturase mi atención como tú. Mi familia, mis antiguos amigos, mis estudios y otros intereses personales los fui dejando de lado, porque en ese momento lo más importante eras tú y si he de serte franco, en aquellos años no tuve ojos para nadie más.

Dime tú, ¿cómo no conmoverme contigo? ¿Cómo podía ser imperturbable a tus palabras, si en cada nuevo encuentro me contabas tantas cosas personales? Alegrías, tristezas, triunfos, fracasos, risas, lágrimas... tantos memorables momentos en todos estos años desde que nos conocemos, que tendría que haber sido una roca para que todo ello no despertara por ti siquiera la más mínima simpatía. ¡Y para colmo de males, me seguías contando que "esa gente de mierda" -vale decir, ya tus compañeros de universidad- no te querían considerar en su círculo de amistades. ¡Vaya hijos de puta! ¿Y quien carajo se podría interesar en querer juntarse con atorrantes como esos a pavonearse como idiota por los pasillos de tu facultad? ¡Sólo tú, huevón cabeza dura!

Lamentablemente la cosa no quedaba allí. Poco a poco comenzabas también a confesarme que te gustaban algunas tipitas de tu facultad, y que serías capaz de hacer cualquier cosa para que alguna de ellas te devolviera el saludo, o por lo menos aceptara a que le cargaras sus libros. Obviamente, los celos comenzaban a invadirme ante cada comentario de esos. Por un lado yo, conservándome como virgen perpetua -por propia voluntad, es bueno aclararlo- hasta que por misericordia divina te fijaras en mí; y tú por el otro... preguntándome cómo hacerle para que una de esas tipejas te tome en cuenta (cholo, ¿es que te fijas en ciegas acaso? ¿no te das cuenta que en verdad, no tendrías que mover un puto dedo para que más de una flaca con un cerebro de verdad note cuan especial eres? ¿por qué chucha te encaprichas en simplonas corrientes a quienes tus notables cualidades les importa un soberano carajo?). El acabose llegó el día que nos encontramos a finales de año -hace ya tres o cuatro-, cuando llegaste con un pequeño ramo de flores (¡glup!) y contándome que más tarde te irías a ver a una de esas comadres... a regalarle tal presente porque esa tipa te gustaba.

¡Ay broder! Si yo hubiese sido una flaca, y un pata como tú me salía con un presente como ése... créeme que -luego del desmayo de rigor-, le chupaba eso mismo que estarás imaginando, allí mismo, sin roche, delante de todo el mundo... por lo feliz que me habría hecho sentir que alguien tan especial, se tomara a bien tener un gesto tan lindo -y tan desactualizado como romántico- por alguien como yo. Pero no, pues. ¿Qué hizo la cuchufleta ésa cuando recibió tu regalo? Imagino la escena: su cacharro de mamona (porque no me vas a negar que se maneja un caramelo de esos) con un gesto de fiasco, agradeciéndote con un desinflado "thanx" e inmediatamente soltando esa invariable palabrita "¡next!". Bromas aparte, la alunada esa -sorry cholo que me exprese así de tu amiga, pero sinceramente es lo mínimo que merece de mi parte, por comportarse tan bitch con alguien a quien quise mucho- tuvo la desfachatez de decirte que no quería nada contigo... porque le gustaba otro (de seguro tan corrientoso y mediocre como ella). ¡Qué hija de...! Bueno, su mamá no tendrá la culpa de haber parido una joyita así... pero si hubiera sido mi hermana menor ¡carajo que la jalaba de las mechas hasta la ducha, la bañaba en agua fría para que se le quite lo chuchumeca y calentona... y a punta de cachetadones la dejaba como caballo fino, por tratar tan mal a "un muñequito tan dulce" (según opinó de ti alguna vez mi compadre) como lo eres tú.

Pero bueno, la cosa no fue así y por esos días tuve que comerme muchos sapos y culebras ante cada nueva actitud estúpida de tu parte. Que te cortabas las venas por una fulana, que no dejabas de pensar en mengana, que la otra estaba ahora con un idiota que no te llegaba ni a los talones... y bla bla bla. Hasta que un día me mandé con todo y te dije que me gustabas, que me daban unos celos tremendos cuando me contabas esas cosas. Y sí, falto decir con todas sus letritas que ME CAGABA POR TI. Así, sin anestesia... pero bueno, en ese momento no pude soltar completo mi rollo, y apenas mi declaración sonó como un tímido y desinflado manifiesto de mis sentimientos ante un mocoso indolente a quien le llegaba al huevo hacerme un lado, por causa de unas tipejas francamente tan cagonas -si es que me las describiste tan fielmente cuando me contabas de ellas y que estoy seguro no habrás exagerado en nada-, igual ello fue motivo suficiente para que, escandalizado por sentir algo tan "nauseabundo" por ti, preferiste cortar cualquier tipo de conexión conmigo.

No voy a entrar en detalles de lo que viví durante esos meses de angustia en que, por voluntad propia, decidiste separarte de mí (pues ya explayé ese rollo en otra parte alguna vez), salvo que en todo ese tiempo me sentí miserable. No saber absolutamente nada de ti, era el peor castigo que podía recibir. Recuerdo que un día, tratando de cambiar las cosas, llamé a tu cel o a tu casa, preguntando si podía verte siquiera un momento, así sea por cualquier excusa cojuda que se me ocurriera ese momento... Pero tú, firme e incólume, soltabas cualquier lesera para evitar verme. Y eso... putamadre, me hacía sentir peor. Quizá en esa etapa pasé una de las peores depresiones de mi vida, y lo que fue peor, sin tener una sola alma a quien confesarle la causa de mi aflicción. Inicialmente me di al abandono de todo: la universidad me llegaba al huevo, jalé varios cursos por no asistir a clases (pues no tenía ganas ni de levantarme de la cama), quizá hasta a un paso de la expulsión total a causa de mis lamentables promedios académicos... pero igual, nada de eso me importaba.

Infla tu ego una vez más. Cada vez que salía a la calle, te creía ver por todas partes y escuchaba tu cándida voz en cualquier improbable lugar. Con la desesperanza a cuestas y envidiando a aquellas parejitas con las que me topaba. Regresando a casa con el anhelo inútil de contestar alguna llamada tuya por querer verme otra vez. Encerrándome en mi cuarto a escuchar las canciones más tristes que pudiera encontrar... E intentando llenar ese enorme vacío que dejaste en mi vida bajo furtivos y ajenos encuentros sexuales que, al culminar, me dejaban pensando aún más en ti, preguntándome qué te encontrarías haciendo en ese preciso instante... y que de sólo pensar que ya no te volvería a ver jamás, reincidía a sentirme tremendamente infeliz.

¿Es eso sentirse verdaderamente enamorado? ¿Eso fue lo que sentiste alguna vez por alguien, cuando seguramente cuentas por ahí que te sentiste realmente templado por alguien? Quizá ni tu ni yo tengamos la respuesta correcta. Pero en mi caso, una cosa si la tuve clara. Pasado algunos meses, me di cuenta que... de nada valía seguir insistiendo en lo mismo. De nada valía exponer mi vida, mis logros, mis alcances... si es que todo ello a ti te importaba un reverendo carajo. Cuando noté que en todo ese tiempo no te tomaste el trabajo de llamar o escribirme un miserable email (a diferencia mía, que no dejaba de abrumarte con mensajes torpes, expresando cuánto te extrañaba), era porque sencillamente yo no te importaba. Así me parase de cabeza, me jalara los pelos o hiciera lo que hiciera... sencillamente, para ti eso era lo de menos. Y claro, ello me dolía más. Pero tampoco dejaba de ser una gran verdad. Quizá te interesé alguna vez, pero no lo suficiente como para mandarte y responder que querías verme nuevamente, o decir sinceramente que me extrañabas y todo eso. Fue entonces cuando comprendí que nadie puede obligar a una persona a sentir lo que el otro desea (¡carajo, inventé la pólvora!). Y con esa consigna en mi cabeza, poco a poco intenté desterrarte de mi mente y corazón... o al menos eso pretendí. Y como intento, creo que era un buen primer paso para salir de ese hoyo en el que me encontraba, a causa de esa enorme depresión motivada por tu indolencia.

Ya pasados esos cinco o seis meses, volvimos a retomar contacto -valga la aclaración, por iniciativa tuya- y las cosas comenzaron a caminar "como antes". O al menos eso creí percibir en un comienzo. Bajo la promesa impuesta de tu parte, de nunca mencionar el tema nuevamente (eso de expresar que me gustabas y todo eso, no dejaba de hacerte sentir miedo y asco, según me lo contaste por mail, ¿recuerdas?). Pero como ninguno de los dos prometió enmendar sus respectivos errores, nuevamente caímos en alguna discusión cojuda por mis inoportunos celos o tu falta de atención hacia mí (¡carajo, era imposible no dejar de sentirme así!), nos "peleamos" y no volvimos a saber uno del otro por varios meses. Esa vez fui yo el que estaba cansado de ti, que me llegaba al trozo el poco interés que yo podía despertar en ti por cosas tan ridículas que ya ni me acuerdo en verdad, pero que igual me jodían. Ya no quería saber nada de ti, por lo menos en varios meses... pues estaba seguro que, tal y como la vez anterior, un buen día encontraría en mi bandeja de entrada un mail reconciliador de tu parte, dejando entrever implícitamente -aunque no con esas palabras- que te hice harta falta en todo ese tiempo. Que tu vida sin mí -como apoyo infaltable- era superflua, vacía... y que no esperabas las horas de comunicarte conmigo por teléfono para volver a vernos, máximo en una hora o dos. Grande fue mi sorpresa cuando las cosas no ocurrieron exactamente así.

Cuando hablamos por messenger, luego tantos meses incomunicados, dime ¿me contaste que tenías enamorada, como una advertencia a mis sentimientos? ¿Lo hiciste para que te felicitara, como bien lo hubieran hecho tus otros amigos babas? ¿Soltaste esa aclaración, casi al principio de tu conversa, acaso porque querías vengarte de mí, a sabiendas que me seguías gustando? ¿O simplemente contaste eso sin pensar, como haces casi todo en la vida? Vaya uno a saber por qué lo hiciste, sólo tú. Algunos amigos míos especulaban con ese hecho. Me decían que en tu veintiúnica conversación por messenger de aquel día, no dejabas de girarla en torno a la condenada tipa con quien salías, con la única intención de estregarme en la cara tu nueva condición. Que querías demostrarme que ahora le importabas a alguien más. Que hace tiempo yo había dejado de ser parte importante en tu universo, que mis celos, berrinches y demás huevadas te hinchaban las pelotas y por fin habías encontrado a tu media naranja, y que de ahora en adelante las cosas se conducirían de otro modo. Todo se resumía quizá a las dos últimas líneas de aquella conversación. ¿Cuándo salimos nuevamente para conversar? te pregunté ingenuamente. Y tú: Tal vez la siguiente semana... porque tengo que salir con mi flaquita.

Si la primera vez mi depresión había llegado hasta el fondo, ahora sencillamente ya no existía profundidad. Me sentí doble, triple, cuádruple... infinitamente traicionado. Imaginarte al lado de otra tipa, esta vez como tu enamorada, tu primera enamorada -esa oficial que tanto perseguiste desde que te conocí- era el dolor más grande que alguna vez imaginé soportar. Fue horrible, broder. Saberte de otra, imaginar que gozarías con ella de mil y un momentos que lamentablemente ya no compartirías conmigo... Carajo, ¿es necesario entrar en detalles de cómo me sentía? Si te es difícil comprender y lo quieres saber... en pocas palabras: IRREMEDIABLEMENTE RECONTRA CAGADO.

Los dementores no dejaban de dar vueltas en mi cabeza una y otra vez. Pensaba mil y un cosas en torno a ti, en lo bien que la pasarías junto a ella, en los momentos lindos que comenzarían a compartir... y créeme que varias veces rogué al Ser Supremo que, si yo iba a sufrir tan tremendamente por todo esto, pues que al menos fuera por causa de alguien que en verdad te mereciera: una chica de buen corazón que te comprendiese, que te ofrezca ese apoyo que tanto necesitabas, que escuche tenazmente todas las inquietudes que quisieras contarle, y que por lo menos tuviese la cuarta parte de atenciones -y eso ya es decir bastante- que yo tuve contigo, pues cuando así lo hice fue porque obviamente todo eso me salía desde lo más profundo del bobo, de forma sincera, natural, y sin esperar nada a cambio (¿o es que acaso lo dudaste alguna vez?). Que esa flaca que ahora estaba contigo, tuviese un corazón de oro, que te correspondiese de verdad, que no se burlara de ti, que te ayudase a desarrollarte como persona -pues siempre supe que eras un diamante en bruto al que solo faltaba pulir un poquito-, y que manejase una enorme paciencia para comprenderte, para quererte, para amarte y que desinteresadamente lo diese todo por ti.

[¡Por la polla de Mark Davies! Acabo de asomarme por el balcón de mi casa y ¿...acaso viajabas en un taxi que hace unos minutos acaba de pasar por la puerta de mi casa? O me estoy volviendo loco, o juraría que acabo de verte hace segundos, apoyado en la ventana derecha de ese vehículo, con la mirada perdida en la calle que da hacia a mi casa. ¿Te has dejado una barbita estilo candado y otra vez has afeitado tus velludos brazos, grandísimo hijo de la Luna? ¿Te vi realmente hace unos instantes, o es que estaré perdiendo de nuevo la razón por tu causa, maldita sea? En fin, este pequeño impasse acaba de tensionarme lo suficiente como para seguir escribiendo este post, que sinceramente no esperaba continuar hoy.]

Lamentablemente -y digo esto porque, por una parte me apenó cuando me enteré- me equivoqué. Tuviste un poco iluminado tino en escoger a esa comadre como girlfriend... a pesar que durante todo el tiempo que estuvieron juntos -medio año, aproximadamente- apenas recibí noticias tuyas. Ya no estábamos peleados, pero igual ya no te nacía volver a saber de mí. Ya no escribías, mucho menos llamabas (cosa que vanamente esperé aquellos días) y en verdad imaginé que ya no te hacía falta para nada. Pasaron varios fines de semana, feriados largos, interminables vacaciones... y nunca te diste un maldito minuto en escribirme, contando que tal vez te gustaría verme pronto. Obviamente supuse que la relación entre ustedes andaba de lo mejor, cosa que me ponía más infeliz, pero que igual... ello servía para sobreponerme y continuar adelante. El mundo no se acabaría por tu ausencia, mi buen amigo. Mucho menos por la partida -quizá sin retorno- de alguien que jamás me dio el más pequeño indicio que pudiese corresponder mis "retorcidos" sentimientos.

Pero como te decía, cuando por esas cosas extrañas del destino -o de los messengers que no sabemos manejar bien- te readmití en mi lista de contactos y de pronto volvimos a comunicarnos por chat, casi un año después. Y no pasaron muchos segundos para que tú mismo soltaras esa noticia que a pesar de todo, me interesaba saber. Sí pues, me peleé con mi enamorada y ya no estamos más juntos, o algo así fue lo que comentaste aquella vez, sin siquiera habértelo preguntado... y poco después eras tú mismo el que proponías volver a vernos un día de estos. ¿Qué mierda estaba pasando aquí?

Okey, recapitulemos. Estuviste de maravillas seis meses "desaparecido del mundo" con la fulana esa, luego se pelearon, terminaron, y pasaron otros seis meses más para volver a conversar tú y yo por internet. Y de pronto, en medio de la conversa, te colocas el cartelito-advertencia: "ojo, por si acaso ya no tengo enamorada, así que ¿cuándo nos vemos de nuevo?". Sí, precisamente a mí, que hacía un par de años atrás te había confesado que me gustabas. ¿Acaso te habías olvidado que me cagaba por ti? ¿Qué se supone que imaginabas me había ocurrido durante ese tiempo hasta este momento? ¿Que ya se me había pasado la ventolera y que ahora podíamos vernos como las huevas, como si nada hubiera pasado? Bien, hagamos de lado esas preguntas o pasémoslas por alto, y respóndeme entonces sólo esta: ¿por qué esperaste hasta terminar con tu enamorada, para recién tener los cojones y proponer vernos nuevamente? O sea broder, de por sí esta situación es algo poco normal de mi parte, lo sé... pero carajo, tú también aportas tu cuota de "extravagancias" -por decir lo menos- en esta situación.

En fin, luego de eso, me escribiste nuevamente al correo, soltando todo ese rollo que habían hackeado el tuyo y que tenías otro, que tu nuevo número celular era el bla bla bla y el de tu casa el bla bla bla... y que te enviara mis números para llamarme y salir juntos uno de estos días. Creo que no pasaron ni cuarenta y ocho horas, desde que me atreví a responder a tu correo y recapacitar sobre si hice lo correcto o no... cuando después de año y medio distanciados, volví a escuchar nuevamente tu voz por el hilo telefónico gracias a una grata llamada que tuviste a bien hacer a mi celular. Y no habían pasado ni treinta minutos desde que finalizó tu llamada... y ya estábamos nuevamente juntos, en plena calle, en uno de los supermercados esos, que antaño escogíamos para encontrarnos... por aquellos lejanos días que inconfesablemente me cagaba por ti y no dejaba de pensarte, desde los primeros rayos del sol hasta las tibias y largas noches en que oraba al Ser Supremo para que te acordaras de mí. Claro, en ese años nunca fuiste de nadie, eras un chico que jamás había ofrecido un abrazo de amor, un beso o una caricia apasionada a otra persona... pero ahora era diferente. Eras el EX de alguien, el que ya fue, el que en su reciente pasado regaló muestras de afecto que alguna vez consideré exclusivamente para mí: un tibio y fuerte abrazo, una furtiva llamada telefónica a altas horas de la noche, una que otra salida al cine, al café, al parque... mas caricias, besos y otras expresiones amorosas que nunca pude disfrutar de ti en todos estos años que nos conocemos, pero que tú ya habías regalado a alguien más que en ese instante ya estaba harta de ti y te había dejado solo. En camino a nuestro encuentro, no dejaban de asaltarme las dudas. ¿Aún la amarías? ¿La extrañarías, a pesar de haber terminado vuestra relación hacía seis meses atrás? ¿Me hablarías de ella, así no me interesara saberlo? Por eso, cuando aquella noche te divisé a lo lejos, ya no pude verte como ese "algo" mío, que tiempo atrás cuando me reconocía a algunos metros de distancia, corría hacia mí para darme un fuerte y riquísimo abrazo de oso, impregnando en mi ropa todo ese exquisito aroma tuyo que disfrutaba rodease todo mi cuerpo, tal y como siempre quise que ocurriera. Esos abrazos que, te confieso hoy, me arrechaban un culo, pero que no sé si lo notaste en todas esas veces que ambos los disfrutamos.

Por eso, cuando te vi esa noche me mostré indiferente. No porque lo hubiese ensayado, sino porque sentía que esta vez las circunstancias eran otras. Tus labios ya no eran puros, ya conocían el sabor de un beso, y eso no me hacía sentir muy bien que digamos. Además no quería quedar como el cabrejos que se siente feliz de ver a su amor imposible, porque por fin había acabado con su mostra. Igual me quisiste abrazar y me dejé mansamente, comentaste lo cambiado que según tú me encontrabas desde la última vez que nos vimos, y hasta te preguntabas por qué habría ocurrido (no podría darte una respuesta exacta, pero imagino que por los mares de lágrimas, la depre, las incontables pajas a tu nombre, los polvorines... algunos buenazos, otros no tanto, etc etc etc). Pocas horas después me preguntabas qué había sido de aquellos cuentos que alguna vez te comenté que escribía y relataban "nuestra historia". Por aquellos días -de mi primera depresión-, me ayudó mucho tener un blog en el cual volcaba todas mis penas e inquietudes (cosa que jamás se me hubiera ocurrido contarte antes) y que poco a poco había dado forma en relatos de lo que nos pasaba a los dos. Una especie de diario personal narrado como seudonovela, con esas pequeñas anécdotas que vivimos y que... muchos de los que lo leyeron aquí, lo siguieron semana tras semana, mes tras mes, cosechando inesperadas y positivas críticas. Escribirlo para mí, fue como una suerte de terapia (que por cierto, lo recomiendo a todos aquellos que estén pasando por una fuerte depresión, ¡ayuda como no tienen idea!) y me sirvió para sobrellevar mi situación de la mejor manera. Pero... ¿estarías preparado para leer siquiera un sólo párrafo de estas "escabrosas" líneas? Hasta ese momento pensé que no, y no imaginaba la idea de compartirte uno sólo de esos escritos, pues supuse que era la peor idea que pudiera ocurrírseme. Te dije que quizá uno de estos días te compartiría algo de esos textos, mientras pensaba que quizá una buena alternativa sería alterar el contenido de ciertas partes "no tan convenientes", para luego imprimirlas y mostrártelas el día que tuviese los suficientes cojones de hacerlo.

La cosa fue que, luego de ese encuentro una noche de julio del 2007, de pronto te volviste detallista, pues parecía que volvías a interesarte por mí. Las llamadas, los mails, los mensajitos al cel, los regalitos (o ya, bueno.. el Círculo de Transmutación ése, que nunca entendí del todo por qué me lo regalaste), las saliditas nocturnas -otra vez- a esos parques, como si compartiéramos algo que nunca perdimos... todo eso empezó de nuevo. Tener noticias tuyas se convertía en una rutina de por lo menos tres veces por semana, y uno de los mejores cumpleaños que tuve en mi vida fue aquel en el que me invitaste a tomar un lonche en ese ficho y estrafalario café llamado Starbucks. ¡Coño! De pronto te comportabas con detalles que pocas veces te había visto. Prácticamente te desconocía, a comparación de esos meses en que no apareciste un carajo en mi vida. Y lo bueno de todo esto es que, ya no me cagaba tanto por ti (bueno, al menos no tanto como en esas épocas en que casi me tiraba del puente por llamar tu atención), pero igual me gustaba estar contigo y pasarla bien, juntos. Los dos, a solas, en el café, en el parque, en la calle... y tú apoyado en mis hombros y caminando de lo más feliz a mi lado. Sí, ya sé que esos gestos no tienen nada que ver con las mariconadas que tanto aborreces, o que hipotéticamente te estuvieras templando de mí. Pero... putamadre, si en esos días te hubieras atrevido a pedir mi mano, palabra que te presentaba a mis viejos como mi dorima oficial y que se joda el mundo si no les parece.

Ya era una costumbre leer un mensaje tuyo en mi cel cada semana. Que querías verme otra vez esta noche después de clases, que si tenía tiempo un día de estos para volver a encontrarnos, que ya debíamos pactar una cita inmediatamente después de los exámenes finales, que te disculpe por no haberte manifestado en mi cel estos últimos doce días porque no tenías saldo para llamarme. ¡Por la reparimpampú...! Yo no te pedía una puta explicación por no reportarte conmigo, pero igual me soltabas toda tu lista de actividades, como si sintieras cometer una enorme falta por no saber de ti más de siete días. Y déjame decirte algo: si con actitudes como esas no se disculpa un enamorado ante su pareja, pues no sé cómo diantres se maneja una relación y por tanto soy un ignorante de mierda.

Y ojo, valga siempre la aclaración: recuerda que todos estos gestos los tuviste con alguien que tiempo atrás te había confesado que le gustabas. ¿Sabías entonces muy bien lo que estabas haciendo, maldito condenado? ¿O es que te gustaba jugar con fuego conmigo?

Bueno pues, todo marchaba sobre ruedas aquellos no tan lejanos días. Llamabas, escribías, nos veíamos... y todo siempre bajo iniciativa tuya. No se me ocurría proponerte nada antes porque, temía -dada la experiencia anterior- que si bajaba la guardia y comenzaba a obsesionarme contigo, todo ese rollo nefasto volvería a ocurrir. Por eso nunca te llamé en esos días, nunca te busqué... porque tú solito venías a mi encuentro y... ¡putamadre! Eso me halagaba como no tienes idea... hasta que pasó lo inevitable.

No fue una chica esta vez la que nos separó, sino mi ego. De pronto me asaltó el valor para compartirte lo que había escrito en mi blog, que tantas buenas críticas había recibido por parte de varios amigos lectores. Y es más, con quienes tuve la suerte de conversar personalmente sobre el tema, hasta me animaban para escribir algo sobre ellos mismos en algún episodio, lo que fuere... para luego, al subirlo a la red, leyeran extasiados bajo mi habitual redacción, lo que se me hubiese ocurrido acerca de estos curiosos admiradores. Mi pequeño ego, mas las tremendas ganas de compartirte mis experiencias, fueron las responsables de compartirte mi blog y su correspondiente lectura (la cual por cierto, no sé si llegaste a leer del todo), sin saber que esto terminaría por llevarlo todo al mismismo carajo.

Quizá no fue una buena idea hacerte leer algunos episodios, pero si he de ser franco, no me arrepiento de habértelos mostrado. Te los enseñé, porque quería saber tu opinión acerca de todo lo que había escrito, teniéndote a ti como protagonista (y que más de uno de mis fieles lectores envidiaba en ocupar tu lugar en mis historias), si es que había exagerado en los hechos, en describirte lo más fielmente posible, en captar tus palabras exactas, en no perder el norte al detallar que eras un chiquillo sencillamente adorable, simpático, atractivo... y con unas enormes ganas de amar y saberse amado. Y mientras varios lectores me comentaban que al escribir sobre ti, lo hacía de forma pulcra e interesante, de pronto tú, la inspiración absoluta de todos mis textos, de mis aprensiones, de mis temores y anhelos... Tú, el mismo "angelito dulce" (otra expresión robada de mi compadre), me decía que todo estaba muy bien, muy chévere... pero lo que allí relataba, te parecía por lo menos asqueroso. Que te sorprendía que despertase en ti tantos sentimientos turbadores, que no pensabas enterarte de tantas cosas que ni imaginabas yo sentía -en ese entonces- por ti. Supongo que te habrás sentido frikeado, palteado... y otra vez la mula al trigo, te desapareciste y ya no supe más de ti.

Bueno, me lo esperaba. Sabía que luego de leer algo de mi cosecha, no recibiría precisamente el premio Pulitzer o las palmas honoríficas de tus manos. Pero si algo me enseñó el tiempo fue que, lo mejor que se podía hacer en estos casos, era sencillamente esperar a que las aguas se calmen. A que asimilaras las cosas... además, ¡por Dios! Tampoco es que hubiera escrito depravaciones repugnantes en mi blog (¿o si?). Aún recuerdo lo turbadora que te resultó la siguiente frase: ...deseando una vez más tu cuerpo, querer asirlo contra el mío y abrazarte deliciosamente por detrás. De sólo recordarlo, no puedo evitar sonreír. ¿Qué imaginabas cuando leíste ese fragmento? ¿Cómo interpretaste aquella escena que tanta paltas te había generado? Quizá debí ser menos explícito al momento de redactarla... o acomodarla para que entiendas de mejor manera lo que quería expresar de ti, evitando así jocosas (mal)interpretaciones.

Te escandalizaste por mis textos y estabas en tu derecho. Quizá si alguien hubiera escrito cosas semejantes sobre mí y las hubiera compartido en un blog, lo mínimo me hubiese sorprendido. Así que dejé que pasara el tiempo, esperando que las cosas se calmaran, pues estaba seguro que tarde o temprano volvería a tener noticias tuyas. Y no pudiste escoger mejor (¿o peor?) fecha... que el mismísimo 14 de febrero de este año que ya se nos va.

Toma nota: estabas frikeado por mis lascivos relatos, pero no se te pudo ocurrir mejor forma de manifestarte, que "saludarme" por el Día de los Enamorados (y de la amistad, para los más plantas) para saber de mí y... "te mando entonces un abrazo por el día de la amistad". Si cuñao, cómo no. Dos meses desde la última vez que nos vimos personalmente... y esperaste justo una fecha tan "pintoresca" para llamarme al cel. Ahí si entonces, aproveché la ocasión y después de mucho tiempo, me atreví a pedirte que nos viéramos personalmente, minutos más tarde. Creo que comentaste que estabas de paso, porque te ibas al gimnasio... entonces con mayor razón te pedí que accedieras a mi pedido de acompañarte hasta allá, aunque sea para hablar un par de cosas. Y es que en verdad, me encanta verte cuando vistes de buzo ¡grandísimo cabrón!


De más está detallar que cuando te veo haciendo ejercicios te ves tremendamente apetecible (no sé cómo ningún hombre se ha atrevido a mandarse contigo antes, ¡en serio que te ves fuertote!). Me hubiese gustado acompañarte a los vestidores, para ganarme cuando te cambiaras de ropa (por cierto, ¡hubiera sido de putamadre!) pero no era lo adecuado (aunque ojo, ganas no me faltaban). Si me gané en cambio, con un viejo mañosón que no dejaba de despegarte el ojo mientras asolapadamente observaba tus ejercicios en varias máquinas de ese gimnasio. ¡Hijo de puta! Si se hubiera atrevido a tener el más mínimo contacto contigo, te juro que me transformaba mismo Keanu Reaves en Matrix y le sacaba la gramputa a punta de patadas voladoras, por pendejerete y mirón. ¡Qué se habría creído! Intentar coquetearte en mi presencia, como si yo estuviera pintado o no existiera... Felizmente la cosa no dio para más y horas después te acompañé por última vez, caminando hasta tu casa. Un tibio y desganado intento de abrazo fue lo último que recibí de tu parte aquella noche (hasta el día de hoy) y no volví a saber de ti en todo el resto del 2008.

De ahí, nuevamente cero mails, cero llamadas, cero mensajes de texto. Según me confesaste después, ello se debía a que aún te sentías afectado por mis textos (¡Carajo! Tanta vaina por unos relatos que no eran la gran cosa). Y por esas cosas de la vida, nos cruzamos las caras tres meses después, en plena calle: tú con tus amigos... y yo con los "míos". Mi saludo fue frío e indiferente (¿Qué esperabas? Verte al lado de un par de molestos tipos y unas tremendas cuchufletas un sábado por la noche, en plan de "nos vamos de juerga, pásame la botella..." era digno de aplaudir?), pues era lo mínimo que podía sentir después de ver tan triste espectáculo. Tú, en medio de un grupo en el que francamente no encajabas nadita, con la platita que tus viejos te habían dejado en el bolsillo y listo para gastarla en discotecas, porque simplemente te ibas de putas. Y encima las fachosas de mierda esas, ni siquiera te empelotaban una miserable conversación en los breves minutos que nos topamos por aquella avenida. Pero así te gusta vivir pues, eres de los que gasta un huevo de plata en complacer caprichos cojudos de tipejas-corrientes-aprendices-de-copetineras, que de antemano saben muy bien con que huevón cagón pueden pasarla de lo lindo una noche de sábado. Así te gustan pues, que te sangren por cojudo. Tú mismo has bromeado de eso con tus amigos, así que no te piques si te sentiste herido por este comentario. Ráscate nomás y sigue leyendo.

Como que ese hecho me hizo entender que, la gran cosa ya no eres. De pronto, cuando te conocí a tus dieciséis, esas cojudeces se te podían perdonar porque eras el rechazado del colegio, el freak del barrio, el mocoso monse al que las flacas no le dan bola por X, Y, o que sé yo. Pero ya te ibas por los 22, cholo. Y en vez de avanzar, retrocedías. O sea, te verás recontra fuertote o todo lo que quieras, pero... con esa conducta de aniñado huevón, sin nadita de calle o sentido común, puta... le bajas las ganas a cualquiera. En fin, es tu vida y tú mismo sabrás cómo conducirla, si bien o mal... o como un huevas.

Pasaron dos meses más, y en plenas vacaciones de medio año se te ocurre llamarme al cel. No te quise contestar porque la verdad, si quieres que te sea franco, me llega soberanamente al pincho que te acuerdes de mí cada seis meses, sólo por vacaciones. O sea, que cuando estamos en clases, no envías un carajo en mensajes de texto o mails, pero que faltando una semana para volver a la U, de pronto se te ocurre vernos en una hora o dos, en el parquecito de siempre. Eso me parece más como una patética jugada de "último recurso" (¿o me vas a decir que no?): que revisas tooooda tu agenda, jodes a toooodos tus amigos... y cuando ya no tienes a nadie con quien salir y estás más aburrido que nunca en tu casa, entonces recién te acuerdas del don Cojudo ése, que cada vez que llamas (o mejor dicho, que algunos años atrás llamabas) iba corriendo presuroso a tu encuentro. No pues, huevón. Esos tiempos ya fueron. ¿Cuánto me pagas tú por ir a darte el alcance cada vez que te da la gana... y a las quinientas, para variar? Nada, ¿verdad? ¿Cuándo me dijiste que nos viéramos para pasarla juntos, los dos, en un telo o en otro lugar privado, a pasarla de la putamadre y explorando de forma deliciosa nuestros cuerpos? ¿Cuándo me propusiste pasar una noche juntos, solos, los dos, en una cama, uno junto al otro, así sea sólo para conversar, durante toda la noche? ¿Cuándo me diste la más leve esperanza de que, si me portaba bien contigo, me dejarías besar siquiera tu frente o me dejarías acariciar tus manos, tus muslos, o besar tu torso, tu ombligo, y quién sabe... todo lo de más abajo que quisieras que bese, acaricie o pruebe del sabor de tu piel? ¿Nunca me lo sugeriste, verdad? Jamás se te ocurrió desearlo, o siquiera pensarlo. Pues déjame decirte huevas, que jamás dejé de desear ese momento. Momento hipotético e improbable, es verdad. Pero que igual, no me parecía justo que, con varios años de conocerte, jamás me hubieses concedido un privilegio de esos... pero que a esa tipa con la que sólo estuviste cuatro meses, ya le dejabas que te haga a cada rato los golo-golos que le venga en gana... y pa' concha, a tu domicilio.

Volviendo al punto, cuando lamentablemente me pasaron tu llamada, no sabía qué responderte. Accedí en un principio a volver a vernos, pero minutos después, me di cuenta que me era imposible salir de casa. Entonces fui yo quien te mandó un mensaje de texto, sugiriendo que mejor nos viéramos en mi domicilio, con toda tranquilidad y seguridad. Entonces tu cerebro de otaku monse trabajó a mil por hora y de seguro te invadió el miedo de pasarla juntos, a solas, en ese antro de perdición que seguramente imaginas que es mi casa, y entonces respondiste con otro mensaje diciendo que "mejor lo dejábamos para otro día". ¡Cagón de mierda!

Para tu información, oye tú... primor de inteligencia: esa tarde sólo estábamos en casa mi viejo y yo. Por ende, no podía dejarlo a solas, pues él es un hombre ya entrado en años. Y mi idea era, si aceptabas mi propuesta, pasarla juntos tú y yo en el segundo piso, mientras alternadamente podía vigilar los pasos de mi papá en la primera planta. Así que ese cuadro que seguramente imaginaste, en el que al ingresar a mi casa te arrancaba el pantalón y acababa por romperte el culo sin piedad, sólo existió en tu adefesiera imaginación (¿Ya ves? Para eso miras tanto anime, para imaginarte huevadas, nomás). A menos claro, que pienses que mi viejo es un alcahuete de mis perversiones y se hubiese prestado a la cochinada. Pero, acaso era necesario haberte comentado ese detalle por SMS? Decirte algo así como "ven a mi casa sin miedo, porque por si acaso, mi viejo también estará, así que no tienes nada que temer". ¿Era obligado aclararte que, si quería verte en mi casa, tenía que existir alguna "supervisión adulta" que garantice tu seguridad para que te puedas sentir tranquilo? ¿Tan terrible era el concepto que ahora tenías sobre mí? Igual, ¿acaso no fuiste tú mismo, quien hacía doce meses atrás, me llamaste un sábado por la noche para acompañarte en tu casa, pues te habían dejado completamente solo?

Aún recuerdo esa bendita noche. Con toda tu casa a oscuras, salvo la cocina, donde me esperabas con unas viandas, y recontra feliz de pasar un buen rato junto a mí (si, si... imagino que en plan de patas, conversando de esto, de aquello y nada más). Allí estábamos los dos, a solas, cenando juntos, iluminados únicamente por las bombillas de tu cocina. Y más allá, el umbral de la puerta que daba a otras estancias... completamente a oscuras. Divisé tu confortable sala, lista y dispuesta a ser el escenario perfecto para departir un interesante episodio entre tú y yo. Te pregunté si no te preocupaba el hecho que, siendo ya la medianoche casi, tus viejos regresaran y no supieras cómo explicar mi presencia en tu casa. Me respondiste que no, con toda la naturalidad del mundo, que no había ningún problema en explicarles que todo se debía a que me habías invitado a pasar la noche contigo, y que si la ocasión se prolongaba, podía quedarme allí hasta la mañana siguiente.

Aun no podía creer lo que estaba pasando. Los dos allí, solos, en la ocasión perfecta de que ocurriese cualquier cosa entre ambos. Tu mirada cruzándose insistentemente con la mía... y yo volviéndome a derretir como en el pasado por tus ojos de niño travieso, a un pequeñísimo paso de armarme del valor suficiente para tomar tus manos entre las mías y tal vez ensayar un torpe beso en nuestros labios... hasta que sonó mi maldito celular. Esa llamada me obligaba a volver a casa urgentemente, y no me quedó otra que abandonar tan encantadoras circunstancias para ir hasta mi casa volando, por una imprudencia que no viene al caso comentar ahora, pero que lamento mil veces hasta el día de hoy, no haberla previsto en su momento.

Y bueno, ¿acaso no fue idea tuya -sí, tuya- pasarla juntos ese sábado por la noche, en tu mismísima casa, a solas... hasta el día siguiente? De haber ocurrido así, tal vez hubiera compartido tu habitación -que ya me es familiar-, tus pijamas, quizá hasta tu misma cama (¡Coño! ¿Por qué no pudo volver a ocurrir otra invitación como esa, desde aquella vez?) ¿Qué miedo entonces podías tener de mí, si tantas confianzas nos teníamos de un tiempo a esta parte? Sigo pensando en que te haces demasiadas paltas por lo que pudo haberte impresionado de lo que leíste en mi blog, si es que fuese esa la razón de tanto despelote. Ya habían pasado varios meses desde que leíste esos dos o tres episodios... y de pronto te comportabas como si fueras nuevo, como si nunca te hubieras olido que me gustabas, que alguna vez te lo había dicho, que tiempo después me buscaste para seguir viéndonos, y que... pa' concha, esperaste un 14 de Febrero para manifestarte y saludarme por tan huachafa festividad.

Y bueno, digamos que al shotear esa invitación a mi casa con mi viejo, "arruiné" nuestra última oportunidad de volver a vernos este 2008, pero no por mi culpa, sino por tus estúpidas aprensiones. Igual, a estas alturas ya me daba lo mismo, y poco a poco comencé a desligarme de ti, de tu presencia, de extrañarte, de pensarte... y comencé mi vida sin contratiempo alguno. Y en estos últimos seis meses, créeme que no me fue tan mal. Me fue bien en la U, salí por ahí con un par de puntas "a pasarla bien" y disfrutando sin problemas de algunos vacilones (y no como antes, cuando después de cada polvorín, me deprimía por no tenerte a mi lado). Y no te lo digo por botarme, pero en este año habré cautivado la atención de un par de corazones... que a decir verdad no me interesan mucho, pero que al menos me hacen ver que hay otros peces en el mar. Y ni decirte de los nuevos amigos que he ganado a la fecha. Parece que poco a poco les he comenzado a caer bien, y ahora hasta se toman la molestia de mandarme mensajes de texto o llamarme al cel, por la sencilla razón de querer verme, salir juntos a conversar y ver qué tal. ¿Que si lo hacen porque yo les gusto y me esperanzo por tener algo con uno de ellos? Es muy prematuro afirmarlo... además que, si bien algunos de ellos están bien simpaticones, a decir verdad les falta algo de carácter. Los noto medio dependientes a sus ideales, su personalidad no es precisamente arrolladora como la tuya... pero te llevan la enorme ventaja de tener los pies bien puestos sobre la tierra. Anyway, siento de alguna forma que ellos me necesitan... y yo también siento necesidad de tenerlos. Y mira tú, después de mucho tiempo que puedo afirmar algo así... más o menos desde la época en que me topé contigo por primera vez.

Hace un mes que tú y yo nos vimos las caras por última vez. Lamentablemente en penosas circunstancias. Todo el día sábado estuviste llamando a mi celular y a mi casa... y sinceramente, no quise responderte porque como ya te dije, no me gusta que te acuerdes de mí sólo para pasar el rato, porque tus otros amigos te han fallado. Y cuando por la noche nos encontramos ya sabes dónde... ¡Carajo! Apenas me sonreíste y me saludaste como si fuese un extraño. Por poco y hasta podría jurar que en ese momento maldijiste que me apareciera en tu delante. Te vi notoriamente incómodo por tenerme frente a frente (¡después de tanto tiempo!) y apenas balbuceaste un par de palabras, para después comentar que te ibas con tus amigos... dejándome parado allí, como un soberano cojudo, y nuevamente con la cabeza hecha un lío porque... ¡Putamadre! ¿Cuándo terminaré de entenderte? Me inquietas por cel, me saludas por el messenger, me llamas, me escribes, me buscas... y cuando por fin nos vemos las caras... de pronto te largas y me abandonas como un perro luego de olfatear su cagada. ¿Puedes decirme grandísimo huevón, por qué mierda te comportas así conmigo? ¿Qué carajo pretendes con todo esto? ¿Por qué coño me buscas, si al parecer sigues sintiendo, no sé... asco, miedo, dudas... cada vez que me tienes enfrente? ¿Por qué me sigues buscando conversación cada vez que me topo contigo por messenger? ¿Por qué pretendes que, luego de esos desplantes tan cagones que has tenido conmigo, me comporte contigo como si nada hubiera pasado, pretendiendo ser los "amiguitos de toda la vida" que según tú, nunca dejamos de ser? ¿Acaso no borraste mis fotos de tu Hi5, donde un año atrás rotulabas con harta pompa, nuestros nombres en los eventos que juntos habíamos compartidos? ¿Acaso ya no recuerdas que en todo este año, no me escribiste un puto mail, contándome siquiera que seguías vivo?

Okey okey... imaginemos por un momento lo siguiente: yo no te intereso, te llega al huevo lo que sentí alguna vez por ti y todo ese rollo que te paltea enormemente. Bien, hagamos memoria: ya no te jodo llamandote al cel, ¿verdad? Hace ya muchas lunas que tampoco llamo a tu casa. Ni siquiera se me ocurrió enviarte un correo misio estos últimos meses, porque en verdad ya no me nace hacerlo. ¿Para qué, si tú seguías tu vida de lo más normal? ¿Para preguntarte por enésima vez, cuándo nos volveríamos a ver, y que otra vez me respondas que no tienes tiempo, que tal vez un día de estos, que estás ocupado con tus estudios y cosas de la facultad... pero que al mismo tiempo no dejas de sentirte feliz por compartir momentos chéveres con tus nuevos amigos? Ya pues, cholo... más claro ni el agua. Tendría que haber sido un patético de mierda para seguir insistiéndote con el mismo rollo. Ya no me cago por ti como antes, físicamente me seguirás gustando... pero qué se le va a hacer, pues. Tú tienes tu vida y yo tengo la mía: entonces lo mejor es dejar las cosas como están.

La pregunta entonces cae de madura: ¿Para que coño me sigues insistiendo, ya sea para conversar por messenger, por cel o por otros medios? ¿Qué carajo te impulsa a seguir fregándome la paciencia? ¿No me dijiste alguna vez que mis mails te stressaban, te aburrían, te sacaban de quicio porque una y otra vez te describían lo mismo? Ya pues, te doy todo ese enorme espacio que tanto anhelaste. Tienes esos amigos -tan monos ellos- con quienes juerguearte, con quienes pasarla bien, con quienes hablar de hembritas -por cierto, ¿qué cosa podrías hablar tú acerca de hembritas, con una gavilla de morbosos machistas?-, de seguro de acá a un tiempo te caerá otra que te empelote y quizá hasta dures más tiempo con ella que con la anterior, viajas a costa de tus viejos a donde te da la gana, consideras a una mancha de puntas que no conozco "tu otra familia" (grado que por primera vez ostenté en tu vida ya varios años y que hoy ya borraste de nuestros recuerdos), y hasta eliminas mis fotos de tu álbum de Hi5. Entonces mocoso huevón, si quieres desaparecer cualquier vestigio de mí, ya sea porque te parezca espeso, porque seas homofóbico o porque sencillamente nunca fui del todo tu tipo, ¿POR QUÉ CARAJO ME SIGUES JODIENDO?

Pongamos las cosas claras: alguna vez me cagué por ti, es cierto. Vivía pintando pajaritos imaginando una hipotética vida juntos. Pero a cinco o seis años desde que todo ese rollo comenzó, ya no pues. Tus actitudes me enferman, me llegan al pincho. Me jode que te comportes como un huevón -mismo perro sin dueño-, rogando a una sarta de pollinos que te acepten como sea en su recua... transformándote para ello en una especie de mutante, algo así como el mocoso-zanahoria-juerguero-borrachoso-de-ventidos-años-que-no-le-importa-nada-y-que-por-cierto-ya-no-es-tan-mocoso. Si te gusta esa vaina, allá tú. Aunque a decir verdad, permíteme decirte que lamento esa actitud tan pobre de espíritu que has tomado para manejar tu existencia. Lo que es yo, sigo mi camino de lo más normal, extrañándote un poco, es verdad.... pero felizmente ya no bajo esos límites patológicos que conociste alguna vez. A lo más, si quieres que sea súper franco, te recuerdo en mis pajazos (¡Si, soy un pajero convicto y confeso... y dudo mucho que no lo seas tú también!), en esos sueños húmedos que por momentos me invaden antes de dormir e imagino tu cuerpo desnudo, recostado a mi lado... mientras alucino con el roce de mis mejillas en tu cuello y hombros, en ese riquísimo y velludo torso (¡tremendo recurso que te manejas!), en besar cada centímetro de tu pálido, amplio y delicioso abdomen. En probar con mi lengua el exquisito hoyuelo que manejas por ombligo, en escudriñar cada milímetro de tu piel y colmarla de toda clase de besos y caricias... complaciéndote en todo, absolutamente todo lo que se te ocurriera pedirme.

Sería bacán que eso ocurriese alguna vez, pero como tampoco me jalo los pelos por que suceda, sigo tranqui nomás. Porque de seguro en estos momentos, debes de estar maquinando alguna estratagema para que una nueva fulana -de esas que tanto te gusta perseguir hasta hacerte perder la dignidad- se interese por ti... si no es que te encuentras viendo otra de tus mongazas películas de anime, dibujando nuevas figuritas de manga para tu fólder, jugando con la computadora esos espantosos games on line, o buscando más información acerca de ese superhéroe favorito tuyo, que cada vez que lo leo en tu nick, no deja de parecerme recontra faltoso para los años que ya te manejas.

En fin, quizá cuando tengas las ideas claras y te animes a conocer mejor las cosas... o a tomarlas más en serio, pues aquí me tienes. No para que me cuentes tus últimas paparruchadas, la de tus "interesantes" amigos, o tus nuevas desventuras junto a las aspirantes a bataclanas esas, que tantas neuronas y plata te hacen perder. Eso hace tiempo que ya me aburrió de ti, y si intentas hacerme perder el tiempo con esos rollos, mejor anda a contárselos a tu ex, que de seguro opinará lo mismo que yo al escuchar ese tipo de babosadas. Si me buscas de nuevo, que sea por algo que verdaderamente valga la pena, que sea recordable, sublime y especial. O que sea para disfrutar únicamente y exclusivamente de ti.

Ojalá captes el mensaje.


lunes, 17 de marzo de 2008

Entre Canibales (1)


Entonces abrió los ojos. De súbito, como si una fuerza invisible lo hubiese despertado. Lo primero que se le ocurrió fue apuntar la mirada hacia la ventana. En las traslúcidas cortinas que la cubrían porcompleto, se distinguían muy claramente los rayos del día, cada vez más intensos. Observó la pantalla del despertador, al lado suyo. Éste indicaba claramente en dígitos granate las seis con catorce de la mañana: faltaba poco más de quince minutos para que se activara la alarma diaria que le haría saltar de la cama rumbo al trabajo. Entonces, una profunda desazón le invadió todo el cuerpo, de sólo imaginar la rutinaria vida que le tocaría asumir en las próximas veinticuatro horas.

De reojo, observó a su acompañante al lado de la cama. Yacía profundamente dormida aún. Y mientras reparaba en ella, no podía evitar sentir cuán ajena le era en ese momento. Por un instante, estuvo tentado de sentir su lacio y teñido cabello entre sus dedos, pero desistió. No quería arruinar su sueño, pero además –quizá lo más importante–, no sentía el más mínimo deseo de querer tocarla una vez más.

Muy delicadamente se irguió de la cama. Y por varios segundos, estuvo sentado al borde de su lugar en el lecho conyugal, apoyando los codos en sus rodillas y observando desidiosamente el piso. Sus desgastadas pantuflas le esperaban a menos de un metro de distancia. Él las observaba con detenimiento, con algo de envidia y también con desprecio. Prefirió bajar la cabeza al notar que los rayos del día se hacían más luminosos e invadían amenazadoramente la habitación. ¿Cuándo cambiaré estas cortinas de mierda por unas persianas? pensó, mientras reparaba en la inusual belleza de su pies y que nunca antes había notado. Se le pasó por la cabeza que quizá, diez años atrás, cuando era mucho más joven, si hubiese mostrado esos mismos pies a alguna de esas jovencitas que por ese entonces dominaban su atención, muy posiblemente hubiese conseguido una interesante cita. Y a lo mejor, esa misma mañana en la que acababa de despertar, sería muy diferente a la que estaba viviendo en su desgastado presente.

Aún le quedaban siete minutos más, antes de sumergirse en la tediosa rutina del aseo matinal. En su caso, sentía una enorme obligación de salir al trabajo lo más pulcro y acicalado posible. Le repugnaba enormemente la idea de salir un día a la calle sin darse un baño. O peor aún, de toparse en el camino –e incluso en la oficina misma– con alguien que no hubiese tomado uno. De solo imaginar soportar hedores desagradables en su trabajo durante el día, le hacía aborrecer aún más el tener que presentarse allá, en poco menos de una hora. Hoy había amanecido con ganas de escapar de todo: de la rutina, del trabajo, de quienes lo rodeaban... de toda esa vida que con harto esfuerzo había alcanzado, pero que de un tiempo a esta parte dudaba de continuar bregando en ella.

De un brinco, se puso de pie y se dirigió al baño. Cerró la puerta con seguro, pues no quería que a “alguien” se le ocurriera entrar mientras se duchaba. Se miró en el espejo. Cada vez que lo hacía, se sentía menos contento consigo mismo: notando una incipiente calvicie por la frente, más canas que la semana pasada a la altura de las sienes, la piel más áspera y marchita que hace cinco años, la profusa barba que no dejaba de crecerle noche a noche, muy a pesar de las afeitadas diarias. Quizá eso era lo único de él que en verdad apreciaba: que las cuantiosas cerdas que cubrían buena parte de sus mejillas, cuello y contorno de sus labios, disimulaban muy bien cualquier nueva imperfección que creía notar en su rostro. Recordaba cuando de pequeño se pintaba la cara, con los dedos embarrados de tinta o ceniza y jugaba al señorón de la casa, al supermacho que trabajaba en una oficina lujosísima y que traía para la casa muchos paquetes y regalos extraordinarios para su imaginaria esposa y sus ocho blondos hijos.

Hoy, más de veinte años después, se hallaba muy lejos de aquellos cándidos días. Los tiempos en que siempre era un niño, que cuando se cansaba de ser papá, empuñaba su guitarra de juguete favorita y se enfundaba en el rol de cute-kid-rocker, para beneplácito de sus padres, tíos y primos, ya no volverían más. Esos tiernos años cada vez se tornaban en un añejo recuerdo que muchas veces evocaba con dulzura, y que en estos últimos días, añoraba hasta con envidia.

Seguía observando su rostro con apatía. Ensayó una sonrisa con cierto éxito, pero al recordar que debía usar las gafas el resto del día, dejó de hacerlo. No le gustaban para nada esos malditos lentes. Cuando los usaba, recordaba esos días de colegio, de la burla de sus compañeros. Detestaba esa etiqueta de nerd que siempre se asocia a quienes se ven en la necesidad de usar anteojos. Ya habían pasado más de trece años desde que acabó su vida escolar, sin embargo, siempre creía percibir que los demás notaban el detalle de sus lentes. E inmediatamente imaginaba lo que pensaban los demás sobre él: que no era más que un gordo simplón, triste e idiota. Tal como seguramente lo habría sido desde el colegio, y como seguramente lo sería hasta el final de sus días.

No le gustaba la imagen que sentía proyectar alrededor. Se despojó bruscamente de la camiseta que había usado para dormir, desordenando aún más su entrecano cabello y haciéndole lucir más desaliñado que hacía instantes. Entonces observó su reflejo, más detenidamente. Le agradaban mucho los cuantiosos y lacios vellos que cubrían buena parte de su pecho y que contrastaban notablemente con su blanca piel. Observó sus gruesos brazos, lanudos y bien proporcionados. Se sentía orgulloso de que esas características suyas lo denotasen tan varonil. Y es que buena parte de su adolescencia no le dio importancia ser hairy, hasta que los amigos de ese entonces le contaron que las chiquillas morían por los hombres velludos. Y cuando lo supo, no cabía de felicidad en su pellejo, pues eso significaba que tarde o temprano, alguna muchachita terminaría por fijarse en él y que por fin podría alardear con los amigos que el tímido e impopular gordito Solís, al final era asediado por más de una incondicional. Y nada menos que por ser un hombre de pelo en pecho. Todo un macho.

Forzaba los brazos, tratando de pronunciar sus bíceps. Y la imagen reflejada en el espejo le regocijó aún más. Sobre todo por la copiosa barba que denotaba cierta dureza en su mirada. Comenzó a tocar su torso, acariciando sus vellos con una mano, y con la otra, la aspereza de sus mejillas, cuello y labios. Entonces quiso sentirse mucho más hombre que antes, cruzándosele por la cabeza la idea de dejarse una barba estilo candado que lo mostrase diferente, más estimulante, más viril.

Gordo, sácate eso de la cara por fa... no me gusta que raspes. Las palabras de ella, su mujer, rebotaban en su cabeza luego de recordar la última vez que intentó dejarse barba para sentirse diferente. Él le explicó con un sinfín de razones que esa nueva apariencia le hacía sentirse muy bien consigo mismo, que tolerase ese antojo, que muchas mujeres prefieren a sus hombres con la barba convenientemente crecida y recortada. Mas todo fue en vano, ella no quería que su marido dejase crecer esas ásperas cerdas en su rostro nunca más. A muchas mujeres les gustará... pero tú no estás con ellas, estás conmigo. Y a mí no me gusta que te la dejes, gordito. No me gusta para nada que me raspes cuando te bese, es incómodo y hasta asqueroso, Roger. En serio.

La odiaba cuando decía eso. Sentía que esos comentarios estaban dirigiendo su vida, como si de pronto ella controlara el teje y maneje de sus actos. De buena gana y para evitar algún roce entre los dos, él accedía por finalizar la discusión, acatando la ajena decisión de afeitarse diariamente al ras. Aunque ella, para asegurarse de no ganar puntos en contra, agregaba: Por último, piensa en el enano... sabes cómo te quiere y le encanta jugar contigo. También le fastidia que te le acerques con esa barba toda asquerosa cuando te besa para saludarte. Y es que si había alguna razón de peso para abandonar el oculto placer de ensayar una nueva imagen, era precisamente su primogénito de tres años de edad.

Abrió el cajón del afeitador, cerciorándose de que estuviese allí para darle curso más luego. Y cuando ingresó a la ducha, presto a abrir la llave de agua, escuchó el timbre del despertador repicar sin cesar. ¡Mierda!, pensó inconscientemente. El refrescante chorro de agua comenzaba a refrescarle el cuerpo, cuando minutos después, una voz de mujer retumbaba al otro lado de la puerta. Apenas pudo distinguir sus palabras, entonces tuvo que cerrar la llave para oírla mejor. Gordo ¿estás ahí?, decía ella. No quiso responder esa pregunta absurda y volvió a abrir la llave. Sin embargo, no pudo evitar oír nuevamente la voz de su esposa amonestándole. Al menos hubieses apagado el despertador, si ya te habías levantado antes, logró entenderle antes de soltar más presión de agua, ahogando así su irritante voz.

Para cuando comenzaba a restregarse el jabón por todo el cuerpo, oyó una vez más a ella reclamar. Las cortinas, gordo... también las hubieras abierto. ¿No sientes acaso que el calor está cada vez más sofocante? Sumergió su cabeza en el potente chorro de agua, como tratando de escapar de la rutina, de su descuido, de esa irritante voz. ¡Quién habla de sofocante...! susurró él, con harto sarcasmo. Pero sobre todo, cuidándose de no ser escuchado por nadie más. Sobre todo por ella.




Salió de la habitación raudamente, mientras se acomodaba la corbata del cuello, directo al comedor. Tenía exactamente menos de diez minutos para tomar el desayuno y esperar en la esquina de la calle al taxi que lo llevaría al trabajo. Vio la mesa bien dispuesta y ocupó su lugar. Había pan, mantequilla, mermelada y algo de crema de leche en un pocillo. Desde la cocina podían oírse algunos ruidos que delataban que su café no tardaría en llegar. Gratamente se sorprendió de los primeros minutos en silencio que pudo disfrutar, antes que una vez más, esa voz que aquella mañana no quería oír, empezó a retumbar en sus oídos, esperando una respuesta.

–Te levantaste temprano hoy, gordo. Qué pasó, ¿te caíste de la cama?

Aún desde la cocina, su voz no podía parecerle más antipática que nunca. Resignado al imaginar tener que enfrentarse además con la figura de quien procedía, no le quedó más que responder con un “si”, muy débil. Lo suficientemente audible para que ella pudiese notarlo.

–¿Sigues con tu stress y cansancio? No dejo de sentirte preocupado en estos días –continuaba ella, entre un ahogado concierto de lozas y cubiertos–. Deberías decirle a la gente del diario que te den un receso por unos días, por cuestiones de salud. Tú sabes como te agarra fuerte esto de la rutina: cuando te tumba, ya no te levanta de la cama en varios días. Y después, ya sabes cómo nos afecta a todos...

E inmediatamente apareció su esposa, a paso de polka, con una humeante taza de café, dispuesta a dejarla sobre la mesa. Holas, gordo. Esta mañana no pude darte tu buenos días ¿todo bien?, le susurró, luego de darle un beso en la frente. Él no quiso verla, apenas sintió el roce de su bata amarilla en su mano, cuando se le acercó. Ella le observó fijamente, como tratando de develar un misterio en su mirada. Finalmente agregó:

–Tu corbata, gordo. Está algo desarreglada. ¿No te viste en el espejo?
No tuve tiempo, sabes que se me hace tarde hoy.
–Ay Roger, tú tan responsable como siempre. No sabes cuán orgullosa me siento cuando eres así –replicó ella. Se acerco al espaldar de la silla donde se hallaba sentado, dispuesta a abrazarlo por detrás. Roger titubeó y extendió los brazos, en un claro gesto de impedir que lo rodeara.
–No hagas eso, por favor... que voy a terminar por atorarme si me abrazas. O con el café derramado en la camisa si me tocas.
–Ay gordito, claro que lo sé. ¿Acaso crees que no te conozco? Hoy estás muy sensible ¿no? Sigo pensando en que deberías pedir un permiso en tu trabajo, ¿sabes?

Luego ella cogió una silla y se sentó a su lado, mientras él sorbía la taza de su café. Y mientras lo hacía, prefirió mirar el reloj de pared antes que ella iniciara un tema de conversación en los próximos minutos que le quedaban. Ciertamente, no se equivocó cuando su esposa, en un tono amonestador, le inquirió:

–A ver, gordito. Dime, ¿qué te pasa hoy?

Odiaba que le llamaran así, “gordito”. Y peor aún, odiaba que ella se lo recordara todos los días –según decía– “de cariño”. Siempre detestó notar que su figura se tornara cada vez más adiposa. Se le venían a la mente los días del colegio, de la academia, de la universidad... cuando sus amigos y amigas, por chacota le trataban siempre como “el gordo Solís”. Odiaba terriblemente esa maldita palabra. Una palabra que a juzgar por su arrastrado encono de años atrás, no debería existir. Aún le dolía recordar esas dos ocasiones, cuando invitó a un par de chicas a salir con él. Con la primera, ocurrió a sus dieciséis. La habían pasado de lo más bien en el cine, la discoteca y el paseo nocturno en un romántico parque. Y cuando él se armó de todo el valor del mundo posible, para decirle que le gustaría ser su enamorado, de pronto las palabras de ella le atravesaban el pecho, cambiando su vida quizá para siempre: Eres muy buen chico Roger, en verdad. Muy simpático, pero... los gorditos no son mi tipo. Desde aquel día renegó con todas sus fuerzas de aquella palabreja. Empezó un régimen de dietas y ejercicios para bajar de peso, con poca fortuna.

Tiempo después, en la universidad conoció a una compañera muy simpática. De rostro tan agraciado que bien valía la pena exponerlo en la portada de algún magazine. Creyó sentirse el hombre más afortunado de universo cuando un profesor los reunió para participar de un trabajo grupal. Intercambiaron números telefónicos, pues por ese entonces era prematuro hablar de celulares personales o correos electrónicos. Entonces para agradarle, Roger empezó a cultivar el noble arte de presentarse impolutamente impecable ante una dama. Perfumado con la colonia más seductora que pudo encontrar en casa, salía a su encuentro y no dudaba en sentarse al lado suyo antes de iniciar cada clase. Hablaban de las tareas, de los temas por desarrollar, los exámenes que se venían y la exposición que tendrían que presentar. Hasta que una noche, Roger le invitó a salir a un lujoso café de moda de la ciudad. Moría por decirle lo bien que ella le hacía sentir, a pesar de la poca estima que sentía por sí mismo. Por su miserable gordura. Por su ignominiosa panza. Por sus abominables anteojos. Por su maldita áurea de nerd que no le dejaba vivir en paz. Entonces ella se le adelantó, le agradeció por lo lindo que se comportaba con una chica como ella, que a su lado se sentía muy segura y que sus atenciones le hacían ver como el hermano que nunca tuvo. Y que sobre todo, ella no estaba interesada en tener novio o pareja alguna. Que cuando cambiase de opinión, él sería el primero en considerarlo como tal, y que de ahora en adelante dejaría de ver a los “gorditos” como simples perdedores. Días después, por esas cosas de la vida, en una conversación casual, aquella chica de sus sueños comentaba a otras amigas –sin notar cuan cerca estaba Roger en ese momento– el tremendo bochorno de imaginar que la relacionaran con un tipo como el “gordo Solís” Que jamás se le habría ocurrido iniciar algo con él, que su tan mentada declaración de amor hacia ella no eran más que calumnias por parte de chicas envidiosas. Que “ése gordo” era un chico muy buena gente, pero nada más. Que esas fachas que llevaba encima, con sus ahumadas gafas, su prominente panza y sus antiestéticos rollos, no iban con ella en absoluto. Que jamás en la vida consideraría casarse con un tipo así, pero que no tenía ningún problema en conservar amistad con él. Y por si fuera poco, la bella e indiscreta infame terminó por confesar el secreto idilio que profesaba hacia otro compañero suyo: un gandul de ésos que nunca asiste a clases, pero a su vez, era uno de los chicos más atractivos de toda la facultad. Un tipo del cual la mayoría de maestros renegaban por sus notorias ausencias, pero que igual se resignaban de volverlo a ver durante los próximos semestres, pues su padre era nada menos que uno de los políticos de turno más pródigo en gastar lo que le viniese en gana, en pos de satisfacer los caprichos de su único hijo. En resumen, un adonis de pies a cabeza, pero completamente inútil para los estudios.

Desde entonces, Roger empezó a odiar mucho más a los niños guapos de su universidad. Pero sobre todo, odiaba aún más no ser como ellos: atractivo, de cuerpo bien moldeado, de abdomen plano, con el cabello engominado y los pantalones vaqueros raídos, al más puro fashion style. Odiaba que todas las chicas se fijasen en idiotas como esos. Odiaba que ellos se las llevaran tan fácilmente a salir a pasear, a conversar, a estar juntos, a ser pareja. Odiaba que todos sus amigos hubiesen tenido enamorada, por lo menos desde los dieciséis; pero que él, a sus veinticuatro, sólo hubiera alcanzado débiles intentos hacia un par de bellas adolescentes, y que ambas lo hubiesen rechazado por la misma cruel razón.

No entiendo por qué piensas que te ves gordo, si apenas se te nota algo llenito, fue una de las primeras impresiones de su actual esposa años atrás, luego de ser presentados por unos amigos en común. Le alegraba la idea de que, por lo menos, una chica no lo reconociera precisamente por su sobrepeso. No veo por qué piensas que estás gordo, si apenas pesarás unos ochenta kilos y algo más... prosiguió ella aquella ocasión. A Roger le pareció interesante el hecho que una chica le hiciera ver otras cosas de él, además de su gruesa apariencia. No pasaron muchos días, hasta que comenzó a visitar más seguido a esta inusual nueva amiga. Amiga con quien, al salir juntos por la calle, ya no había necesidad de fingir comer poco, de esconder la panza tras un pesado suéter, o de jugarse bromas a sí mismo por su “aparente” sobrepeso. Meses después, siendo ella ya su confidente más cercana, Roger le reveló cuánto le apenaba atravesar el cuarto de siglo sin haber disfrutado de una relación formal. Que acabando la universidad, había conocido a otro par de chicas guapísimas que le gustaban mucho, pero que se resignaba a no acercarse a ellas, pues ambas ya tenían novio. Y que se sentía dolido de ver que, por lo menos una de ellas, se había comprometido oficialmente y casaría poco después del postgrado. No quiero ser conocido como gay, porque simplemente no lo soy; lo que ocurre es que las chicas en las que me he fijado, simplemente no se fijan en mí porque... ya sabes, agregaba. Luego de aquella confesión, ella, su futura mujer, se echó a llorar. Roger no entendía el por qué de su actitud, hasta que finalmente su confidente le reveló que desde el primer día que lo vio, no dejó de pensar en él, pues le parecía el hombre más guapo y hermoso de todo el mundo. Tras semejante revelación, él sintió la obligación de calmar sus sollozos recostando su cabeza contra su hombro. Acarició aquellos cabellos que por ese entonces aún no teñía tan ridículamente, y la apretó muy fuerte contra sí mismo, en un insólito arranque de ternura.

No pasaron muchos días hasta que la cosa se volvió oficial: Roger estrenaba nueva enamorada. Y no se trataba de alguna loquita superficial de la universidad u otra advenediza tal, sino de aquella misma amiga que tiempo atrás consoló en sus hombros y que hoy ensayaban una relación a ver qué pasaba después. Y sorprendentemente, a poco menos de un año de conocerse y con todas las formalidades del caso, Roger se atrevió a pedir su mano en matrimonio. Y cuando lo hizo, sintió un enorme alivio de haber llegado a los veintisiete con una novia oficial, un empleo prometedor en un importante diario local y con la admiración de todos los familiares y amigos que no podían creer que el mismo rollizo y tímido gordo Solís de las clases de la facultad, ahora se disponía a sentar cabeza, para envidia de muchos y muchas a las que antaño se las tenía jurada. Se sintió entonces, más que nunca, como un dios.

El día de la boda no dejaba de ver insólitamente bella a su futura esposa. Los gastos en una exclusiva coiffure bien habían valido la pena. Aquella tarde a la novia, la misma mujer que cuando vio por primera vez no le pareció gran cosa, no dejaba de notarla esplendorosa, tan envidiablemente radiante como el sol. Tal y como debería ser, pues muchos de sus compañeros del diario estaban entre los invitados, e incluso se hallaban dispuestos a cubrir la boda en la paginita social de rigor. Él, muy orondo, del brazo de su consorte, su amiga, su confidente, aquella que lo quería tal como era, y no como hubiese querido ser. Recordaba con mucha alegría aquel día, con los amigos felicitándole por todas partes, las chicas deseándole los mejores deseos para ambos, y con una que otra bromita acerca de los corazones rotos que el prometedor periodista Roger Solís había dejado en el camino, a causa de tan sorprendentes nupcias.

Las fotos y los flashes se disparaban por doquier. A él, a ella, a los dos. Sin embargo, alguien llamó su atención en particular. Un hombre, muy bien arreglado, con una barba exactamente recortada, estilo candado. La gomina de su pelo cuadraba muy bien con el tipo de corte que llevaba, haciéndole notar además muy varonil. Creyó reconocerlo como uno de sus compañeros de colegio o de universidad, pero se equivocó. No hubo oportunidad de acercarse a conversarle, mas la imagen de ese extraño llamaba poderosamente su atención. Era de complexión gruesa como él, vestía un terno oscuro, muy bien cuidado, y más de una invitada no dudaba en abordarlo, sin embargo el enigmático personaje prefería estar solo, apenas cruzando algunas palabras con uno que otro concurrente. Hasta que por fin, el misterioso galán notó las furtivas miradas del novio. Le sonrió de una manera especial, que a decir verdad, hizo sonrojarle. Y aproximadamente, cada diez minutos, las miradas de ambos volvían a cruzarse, coloreando aún más las blancas mejillas de Roger. No entendía (o no quiso entender) por qué se sentía así, sobre todo por otro hombre, tan extraño como afín.

–¿Está todo bien? ¿Has amanecido con algún dolor de cabeza o algo así? –proseguía ella, su esposa, aún enfundada en esa bata amarilla y con el cabello desordenado, esperando una respuesta. Roger dejó de mirar la taza de café a la que acababa de dar un último sorbo, para observarla directamente. El teñido de su cabello denotaban un aspecto pajizo, y esos rayos rojos le daban además un aire adefesiero. Decidió ignorar ese detalle y reparó en sus ojos. A los pocos segundos, cambió de opinión, pues notó en uno de ellos una repugnante legaña que le hizo sentir náuseas. Alejó un poco la cabeza para verla mejor, más completamente. Y entonces, notó cuán fea se veía su mujer a esas horas de la mañana. Los ojos pequeños, la nariz desproporcionada y angulosa, los labios gruesos y tan poco atractivos, el opaco cabello, quebradizo y espantosamente teñido para “verse” mejor. Hasta dudaba que años atrás hubiese engendrado un hijo con ella.

–Es el stress, chola. Sólo estoy algo cansado... y cómo la comisión que me han dado hoy va a estar algo jodida, me hace sentir corto. Es todo.
–Ya entiendo. Pero no me llames “chola”, pues. Sabes que no me gusta que me llames así.

Roger sonrió.

–Tú también sabes que no me gusta que me llames “gordito” –agregó.
–Es diferente, pues. Yo te lo digo con cariño. Y estar gordito no es ofensivo para nada. Pero llamarme “chola”, es diferente. Ya me estás catalogando como algo.
–Ya ya... gorda. No te molestes ¿si?
–¡No me llames gorda tampoco! ¿Acaso no puedes llamarme “amor”, “preciosa”, como todos los demás maridos a sus mujeres, o algo así?

Él le sonrió aún más. Y ella, más relajada, decidió cogerle de una mano para aprisionarla entre las suyas.

–Me importas mucho y no quiero que nada te pase, ¿ok? –agregó. Besó sus velludos nudillos y se puso de pie nuevamente en dirección a la cocina. Alzaba la voz para intentar comunicarle un par de asuntos más, mientras él se llevaba un pan a la boca.

–El enano se va a despertar en un rato más. ¿Lo esperas para despedirte de él? ¿O vienes temprano para que te espere antes de irse a dormir?

Roger no podía dejar de sentir cierta aprensión en esa pregunta. Como si una vez más, estuviese sondeando a qué horas saldría del trabajo y cuánto tiempo tardaría en volver a casa.

–Estoy apurado, hoy no sé a qué horas acabe mi comisión. Supongo que me costará toda la tarde. En todo caso, si pasa algo te aviso –agregó, mientras se colocaba el saco.
–Te llamo, mejor. Así te ahorras la llamada.
–No creo que sea buena idea. Tal vez me encuentre lejos de algún teléfono, por la tarde.
–¿También del celular?
–No lo sé. Mejor te llamo para avisar, ¿si?
–Esta bien. Y para mañana, ¿ya decidiste a qué horas iremos a la reunión con los ex alumnos de tu universidad?

Esta vez, Roger no quería llevarla. De un tiempo a esta parte, sentía que la presencia de su esposa lo asfixiaba cada vez más, como queriendo invadir todos los espacios que él ocupaba. Al comienzo no le importaba que fuese así, pero luego todo había empezado a complicarse. Sobre todo porque cada vez sentía quererla menos. Y en más de una ocasión había pasado por su cabeza, la idea de separarse por un tiempo de ella, de su presencia, de su voz, de sus exigencias al compartir la cama, del sexo.

–Mira, no lo sé. Depende lo que me digan hoy. Si todo acaba tranquilo, mañana programo y si quieres, también llevamos para allá a Da...
–Puedo llamar al chico que está organizando todo –le interrumpió–, para confirmar a qué hora empieza, ¿te parece?

No respondió. Sabía que dijese lo que dijese, igual siempre a ella le gustaba tener la última palabra y decidir por él. Apenas se acercó para darle un beso en la frente, mas ella cerró los ojos, esperando que el beso apuntara a sus labios.

–No gorda, así nomás. Ya se me hace tarde, además me he cuidado de no ensuciarme con el desayuno. Cuando vuelva, te doy uno doble.
–Ya gordo, esperaré entonces. Y no sólo ese beso, sino otras cosas más –agregó, con una pícara sonrisa.

Él dio la media vuelta. Abrió la puerta principal, cuando escuchó la voz de un niño pequeño exclamar tati, tati. Aún le quedaban cinco minutos, mas prefirió cerrar la puerta apresuradamente. Esa mañana no quería ver a nadie que lo hiciese sentir más atado de lo que ya se sentía.

Tati ya se va a trabajar. Lo veras cuando llegue hoy temprano... fue lo último que llegó a oír de esa irritante voz, mientras se alejaba cada vez, hacia la esquina de siempre donde esperaba al auto que lo llevaría al diario.




Eran las seis y treinta de la tarde cuando llegó a la puerta de ese modesto edificio. Habían dos o tres autos apoltronados en la puerta, por tanto, supuso que se encontraba en la dirección correcta. Se sentía muy nervioso de estar allí, temía que las personas de la calle notasen su presencia, o peor aún, que algún amigo o conocido cruzara exactamente la misma calle y al preguntarle qué se encontraba haciendo allí, no tuviese la más mínima idea de qué responder. Impaciente, tocó el timbre del enrejado de seguridad. Una oscura puerta de vidrio que se divisaba metros más allá, apenas traslucía si detrás habría alguna persona que lo pudiese atender. Intentó divisar tras del cristal, mas inútilmente sólo podía notar el reflejo de su torpe y nervioso aspecto. Decidió quitarse las gafas para acabar con la maldita facha de nerd, cuando de pronto un zumbido metálico seguido de un breve martilleo, le indicaban que podía empujar la puerta de hierro para pasar. Rogó que nadie de la calle estuviese viéndolo, y entonces presuroso ingresó.

En la entrada del edificio, una sala de recepción lo esperaba. Una atenta señorita le sorprendió con una sonrisa, pues no esperaba que una mujer como ella atendiera a los usuales clientes de ese lugar. Ella le hizo un gesto de espera, pues habían otros dos hombres arreglando cuentas a su lado. Roger atinó entonces a mirar sus zapatos, algo avergonzado de encontrarse en dicho lugar.

Para cuando aquellos hombres por fin se retiraron rumbo a la calle, se sintió más aliviado. No le había agradado para nada las fachas que portaban y hasta pensaba darse media vuelta para salir por la misma puerta donde minutos antes nerviosamente había ingresado.

–¿Es su primera visita al sauna, caballero? –preguntó la recepcionista, en el tono más gentil que pudo intentar. Roger asintió silenciosamente, como temiendo que su voz pudiese ser reconocida por alguien más. Ella nuevamente le sonrió, pues a decir verdad, aquella tarde Roger denotaba un atractivo particular.

–¿Hace cuánto funciona este lugar? La verdad, que no lo conocía –comentó él, tratando de sonar lo más habitual posible. Quería que esta transacción se diera de la forma más natural, a sabiendas que sentía exactamente lo contrario.
–La verdad, señor, ya tiene buen tiempo. Yo trabajo aquí desde un par de años atrás, y hasta donde me contaron ya existía desde antes, quizá diez años más... ¿Trae algo de valor?

Roger se quitó el reloj de pulsera. Era un regalo que apreciaba bastante y que instintivamente protegía cada vez que le mencionaban por el objeto más valioso que portaba. La recepcionista le alcanzó una pequeña bolsa de tela y a su vez, Roger le mostró su tarjeta de crédito. Ella le advirtió del costo de la entrada, mas ello no lo inmutó, y luego de introducir su tarjeta y código en el aparato registrador, la señorita le alcanzó un llavero. Es de su casillero, allí guarde todas sus pertenencias, junto con la bolsita donde también puede colocar otros objetos de valor. No se preocupe señor, aquí todas sus cosas se encuentran garantizadas, agregaba, antes de señalarle con la mirada la dirección que debía seguir hasta encontrar el destino correcto.

Él le sonrió brevemente, antes de alejarse metros más allá, hacia una puerta menos iluminada. El corazón le galopaba con emoción.




Luego de ubicar su casillero, se sentó en una de las bancas más próximas. Afortunadamente los vestidores se encontraban vacíos en ese momento. Y eso le hizo temer aún más. Observó el techo, imaginando que tal vez alguna cámara estuviese filmándolo por razones de “seguridad”. Sin embargo, ya nada podía hacer, estaba dentro de ese lugar, y lo peor que se le podía ocurrir era precisamente mandar todo al diablo y marcharse a casa. Entonces recordó esa mañana, junto a su esposa. A ella persistiéndole sobre a qué horas regresaría al hogar más noche, a su rutina, a su asfixia, a su fealdad.

Recordó entonces a aquel tipo extraño de la boda. Ése que le había despertado una extraña curiosidad al verlo por primera vez. Su sonrisa, su grueso aspecto, su encantadora mirada, su bien proporcionada anatomía. No quiero ser conocido como gay, porque simplemente no lo soy, eran las palabras que nuevamente asaltaban su mente, cuando se las confiaba a su mujer, en sus épocas de soltero. Los maricones son algo asqueroso, y mis papás jamás me perdonarían que yo fuese algo así. Por eso me gustaría casarme o tener novia oficial antes de los treinta. A veces escucho comentarios suyos o de otros de la familia, por no haber salido con muchas chicas en todo este tiempo... y eso me preocupa bastante.

Sonrió luego de recordar aquellas palabras formuladas seis años atrás. En aquel entonces podía soportar que le dijeran gordinflón, seboso, rollizo, lenteojudo... pero jamás maricón. Mas, ¿qué explicación podía dar a aquel deseo de volver a ver a ese desconocido del día de su boda? En un principio se había obcecado rotundamente a que la gracia que percibió de él, se debía simplemente a su decoro, galanura y simpatía. Terminó por olvidar el asunto, hasta que tiempo después surgía en sus recuerdos a raíz del hastío que notaba en su vida de casado. Comenzaba a comprender perfectamente cuando sus padres le advirtieron que esperase un poco de tiempo más, antes de oficializar ese compromiso. Aún puedes conocer otras chicas más, que pueden cambiar tu vida y hacerte ver mejor las cosas, le advirtió su padre; mas Roger incólume, desistió de hacerle caso. Ahora la tenía a ella, su mujer, todas las mañanas y noches al lado de su cama. Soportando su presencia, su respiración, sus abrazos, el fuerte olor de sus babas impregnadas en su piel, sus ronquidos, sus gases...

Y cuando sentía que todo parecía llegar a su fin, que un buen día terminaría por explotar y rogarle darse un tiempo y espacio para reiniciar su relación... nació su único hijo, al octavo mes de casado. Se sintió muy orgulloso de que fuese varón y que a pesar de todo, físicamente se pareciese más a él, que a la poco agraciada de su esposa. Tiempo después, cuando ella insistió en concebirle un hermanito a su primogénito, Roger se negó. Tal y como se negó a que el pequeño llevase el mismo nombre que él, pues temía que tal suerte desgraciara a su pequeño de alguna manera. Fue entonces que los encuentros sexuales, poco a poco comenzaron a decaer.

Muchas veces ella lo esperaba recostada en la cama, tras las sábanas y complemente desnuda, luego de haber puesto la casa en orden y arropado al enano en otra habitación. Él llegaba cansado del trabajo, y mientras se sentaba en la cama dispuesto a sacarse los zapatos, una tibia mano recorría su espalda, esperando una reacción de su parte. Chola, estoy muerto, susurraba él, tratando de sonar lo menos asqueado posible, pues lo último que se le hubiese ocurrido en ese momento, era soportar la faena de copular con una mujer que con el paso del tiempo se volvía inevitablemente más fea. Y ese rostro, junto a ese enjuto y descubierto cuerpo, más aquella tupida y repugnante vagina, le parecía lo más desagradable que había tenido que aguantar los últimos cuatro años.

Sus pensamientos se interrumpieron cuando un hombre, de aproximadamente treinta y cinco años se acercó al vestidor, cubierto únicamente por una pequeñísima toalla y calzando unas gastadas sandalias. El tipo era bien parecido, pero Roger consideró demasiado groseras las miradas que éste le dirigía. Recién entonces notó que aún no se había quitado la ropa, y asumió las sonrisas de aquel extraño como una forma de hacerle ver que se hallaba en medio de un papelón. Abrió su casillero y dispuso a despojarse del saco. El extraño volteó la mirada hacia un espejo y allí Roger pudo notar claramente que el individuo se mordía los labios en el mismo instante que intentaba desatarse la corbata. Nervioso al sentirse intimidado, fingió toser un par de veces y nuevamente se sentó en la banca de los vestidores, esperando que el tipo se marchase. Éste, luego de unos segundos, volteó para mirarlo directamente, de pies a cabeza. Hizo una mueca de repulsa hacia Roger, como reprochando su actitud, para luego desaparecer por el mismo lugar de donde vino.

Cuando Roger empezaba a quitarse la camisa con mayor seguridad y ya sin sentirse espiado por alguien, una voz ronca estremeció el vestidor. Era una risa, escandalosa y premeditada. Roger prefirió ignorarla para evitar tensionarse aún más, mientras desabrochaba la hebilla de su cinturón. Recatado había resultado el puta, fue lo último que llegó a escuchar, antes de que aquella sarcástica carcajada desapareciera por completo del lugar...
(continuará)