lunes, 17 de marzo de 2008

Entre Canibales (1)


Entonces abrió los ojos. De súbito, como si una fuerza invisible lo hubiese despertado. Lo primero que se le ocurrió fue apuntar la mirada hacia la ventana. En las traslúcidas cortinas que la cubrían porcompleto, se distinguían muy claramente los rayos del día, cada vez más intensos. Observó la pantalla del despertador, al lado suyo. Éste indicaba claramente en dígitos granate las seis con catorce de la mañana: faltaba poco más de quince minutos para que se activara la alarma diaria que le haría saltar de la cama rumbo al trabajo. Entonces, una profunda desazón le invadió todo el cuerpo, de sólo imaginar la rutinaria vida que le tocaría asumir en las próximas veinticuatro horas.

De reojo, observó a su acompañante al lado de la cama. Yacía profundamente dormida aún. Y mientras reparaba en ella, no podía evitar sentir cuán ajena le era en ese momento. Por un instante, estuvo tentado de sentir su lacio y teñido cabello entre sus dedos, pero desistió. No quería arruinar su sueño, pero además –quizá lo más importante–, no sentía el más mínimo deseo de querer tocarla una vez más.

Muy delicadamente se irguió de la cama. Y por varios segundos, estuvo sentado al borde de su lugar en el lecho conyugal, apoyando los codos en sus rodillas y observando desidiosamente el piso. Sus desgastadas pantuflas le esperaban a menos de un metro de distancia. Él las observaba con detenimiento, con algo de envidia y también con desprecio. Prefirió bajar la cabeza al notar que los rayos del día se hacían más luminosos e invadían amenazadoramente la habitación. ¿Cuándo cambiaré estas cortinas de mierda por unas persianas? pensó, mientras reparaba en la inusual belleza de su pies y que nunca antes había notado. Se le pasó por la cabeza que quizá, diez años atrás, cuando era mucho más joven, si hubiese mostrado esos mismos pies a alguna de esas jovencitas que por ese entonces dominaban su atención, muy posiblemente hubiese conseguido una interesante cita. Y a lo mejor, esa misma mañana en la que acababa de despertar, sería muy diferente a la que estaba viviendo en su desgastado presente.

Aún le quedaban siete minutos más, antes de sumergirse en la tediosa rutina del aseo matinal. En su caso, sentía una enorme obligación de salir al trabajo lo más pulcro y acicalado posible. Le repugnaba enormemente la idea de salir un día a la calle sin darse un baño. O peor aún, de toparse en el camino –e incluso en la oficina misma– con alguien que no hubiese tomado uno. De solo imaginar soportar hedores desagradables en su trabajo durante el día, le hacía aborrecer aún más el tener que presentarse allá, en poco menos de una hora. Hoy había amanecido con ganas de escapar de todo: de la rutina, del trabajo, de quienes lo rodeaban... de toda esa vida que con harto esfuerzo había alcanzado, pero que de un tiempo a esta parte dudaba de continuar bregando en ella.

De un brinco, se puso de pie y se dirigió al baño. Cerró la puerta con seguro, pues no quería que a “alguien” se le ocurriera entrar mientras se duchaba. Se miró en el espejo. Cada vez que lo hacía, se sentía menos contento consigo mismo: notando una incipiente calvicie por la frente, más canas que la semana pasada a la altura de las sienes, la piel más áspera y marchita que hace cinco años, la profusa barba que no dejaba de crecerle noche a noche, muy a pesar de las afeitadas diarias. Quizá eso era lo único de él que en verdad apreciaba: que las cuantiosas cerdas que cubrían buena parte de sus mejillas, cuello y contorno de sus labios, disimulaban muy bien cualquier nueva imperfección que creía notar en su rostro. Recordaba cuando de pequeño se pintaba la cara, con los dedos embarrados de tinta o ceniza y jugaba al señorón de la casa, al supermacho que trabajaba en una oficina lujosísima y que traía para la casa muchos paquetes y regalos extraordinarios para su imaginaria esposa y sus ocho blondos hijos.

Hoy, más de veinte años después, se hallaba muy lejos de aquellos cándidos días. Los tiempos en que siempre era un niño, que cuando se cansaba de ser papá, empuñaba su guitarra de juguete favorita y se enfundaba en el rol de cute-kid-rocker, para beneplácito de sus padres, tíos y primos, ya no volverían más. Esos tiernos años cada vez se tornaban en un añejo recuerdo que muchas veces evocaba con dulzura, y que en estos últimos días, añoraba hasta con envidia.

Seguía observando su rostro con apatía. Ensayó una sonrisa con cierto éxito, pero al recordar que debía usar las gafas el resto del día, dejó de hacerlo. No le gustaban para nada esos malditos lentes. Cuando los usaba, recordaba esos días de colegio, de la burla de sus compañeros. Detestaba esa etiqueta de nerd que siempre se asocia a quienes se ven en la necesidad de usar anteojos. Ya habían pasado más de trece años desde que acabó su vida escolar, sin embargo, siempre creía percibir que los demás notaban el detalle de sus lentes. E inmediatamente imaginaba lo que pensaban los demás sobre él: que no era más que un gordo simplón, triste e idiota. Tal como seguramente lo habría sido desde el colegio, y como seguramente lo sería hasta el final de sus días.

No le gustaba la imagen que sentía proyectar alrededor. Se despojó bruscamente de la camiseta que había usado para dormir, desordenando aún más su entrecano cabello y haciéndole lucir más desaliñado que hacía instantes. Entonces observó su reflejo, más detenidamente. Le agradaban mucho los cuantiosos y lacios vellos que cubrían buena parte de su pecho y que contrastaban notablemente con su blanca piel. Observó sus gruesos brazos, lanudos y bien proporcionados. Se sentía orgulloso de que esas características suyas lo denotasen tan varonil. Y es que buena parte de su adolescencia no le dio importancia ser hairy, hasta que los amigos de ese entonces le contaron que las chiquillas morían por los hombres velludos. Y cuando lo supo, no cabía de felicidad en su pellejo, pues eso significaba que tarde o temprano, alguna muchachita terminaría por fijarse en él y que por fin podría alardear con los amigos que el tímido e impopular gordito Solís, al final era asediado por más de una incondicional. Y nada menos que por ser un hombre de pelo en pecho. Todo un macho.

Forzaba los brazos, tratando de pronunciar sus bíceps. Y la imagen reflejada en el espejo le regocijó aún más. Sobre todo por la copiosa barba que denotaba cierta dureza en su mirada. Comenzó a tocar su torso, acariciando sus vellos con una mano, y con la otra, la aspereza de sus mejillas, cuello y labios. Entonces quiso sentirse mucho más hombre que antes, cruzándosele por la cabeza la idea de dejarse una barba estilo candado que lo mostrase diferente, más estimulante, más viril.

Gordo, sácate eso de la cara por fa... no me gusta que raspes. Las palabras de ella, su mujer, rebotaban en su cabeza luego de recordar la última vez que intentó dejarse barba para sentirse diferente. Él le explicó con un sinfín de razones que esa nueva apariencia le hacía sentirse muy bien consigo mismo, que tolerase ese antojo, que muchas mujeres prefieren a sus hombres con la barba convenientemente crecida y recortada. Mas todo fue en vano, ella no quería que su marido dejase crecer esas ásperas cerdas en su rostro nunca más. A muchas mujeres les gustará... pero tú no estás con ellas, estás conmigo. Y a mí no me gusta que te la dejes, gordito. No me gusta para nada que me raspes cuando te bese, es incómodo y hasta asqueroso, Roger. En serio.

La odiaba cuando decía eso. Sentía que esos comentarios estaban dirigiendo su vida, como si de pronto ella controlara el teje y maneje de sus actos. De buena gana y para evitar algún roce entre los dos, él accedía por finalizar la discusión, acatando la ajena decisión de afeitarse diariamente al ras. Aunque ella, para asegurarse de no ganar puntos en contra, agregaba: Por último, piensa en el enano... sabes cómo te quiere y le encanta jugar contigo. También le fastidia que te le acerques con esa barba toda asquerosa cuando te besa para saludarte. Y es que si había alguna razón de peso para abandonar el oculto placer de ensayar una nueva imagen, era precisamente su primogénito de tres años de edad.

Abrió el cajón del afeitador, cerciorándose de que estuviese allí para darle curso más luego. Y cuando ingresó a la ducha, presto a abrir la llave de agua, escuchó el timbre del despertador repicar sin cesar. ¡Mierda!, pensó inconscientemente. El refrescante chorro de agua comenzaba a refrescarle el cuerpo, cuando minutos después, una voz de mujer retumbaba al otro lado de la puerta. Apenas pudo distinguir sus palabras, entonces tuvo que cerrar la llave para oírla mejor. Gordo ¿estás ahí?, decía ella. No quiso responder esa pregunta absurda y volvió a abrir la llave. Sin embargo, no pudo evitar oír nuevamente la voz de su esposa amonestándole. Al menos hubieses apagado el despertador, si ya te habías levantado antes, logró entenderle antes de soltar más presión de agua, ahogando así su irritante voz.

Para cuando comenzaba a restregarse el jabón por todo el cuerpo, oyó una vez más a ella reclamar. Las cortinas, gordo... también las hubieras abierto. ¿No sientes acaso que el calor está cada vez más sofocante? Sumergió su cabeza en el potente chorro de agua, como tratando de escapar de la rutina, de su descuido, de esa irritante voz. ¡Quién habla de sofocante...! susurró él, con harto sarcasmo. Pero sobre todo, cuidándose de no ser escuchado por nadie más. Sobre todo por ella.




Salió de la habitación raudamente, mientras se acomodaba la corbata del cuello, directo al comedor. Tenía exactamente menos de diez minutos para tomar el desayuno y esperar en la esquina de la calle al taxi que lo llevaría al trabajo. Vio la mesa bien dispuesta y ocupó su lugar. Había pan, mantequilla, mermelada y algo de crema de leche en un pocillo. Desde la cocina podían oírse algunos ruidos que delataban que su café no tardaría en llegar. Gratamente se sorprendió de los primeros minutos en silencio que pudo disfrutar, antes que una vez más, esa voz que aquella mañana no quería oír, empezó a retumbar en sus oídos, esperando una respuesta.

–Te levantaste temprano hoy, gordo. Qué pasó, ¿te caíste de la cama?

Aún desde la cocina, su voz no podía parecerle más antipática que nunca. Resignado al imaginar tener que enfrentarse además con la figura de quien procedía, no le quedó más que responder con un “si”, muy débil. Lo suficientemente audible para que ella pudiese notarlo.

–¿Sigues con tu stress y cansancio? No dejo de sentirte preocupado en estos días –continuaba ella, entre un ahogado concierto de lozas y cubiertos–. Deberías decirle a la gente del diario que te den un receso por unos días, por cuestiones de salud. Tú sabes como te agarra fuerte esto de la rutina: cuando te tumba, ya no te levanta de la cama en varios días. Y después, ya sabes cómo nos afecta a todos...

E inmediatamente apareció su esposa, a paso de polka, con una humeante taza de café, dispuesta a dejarla sobre la mesa. Holas, gordo. Esta mañana no pude darte tu buenos días ¿todo bien?, le susurró, luego de darle un beso en la frente. Él no quiso verla, apenas sintió el roce de su bata amarilla en su mano, cuando se le acercó. Ella le observó fijamente, como tratando de develar un misterio en su mirada. Finalmente agregó:

–Tu corbata, gordo. Está algo desarreglada. ¿No te viste en el espejo?
No tuve tiempo, sabes que se me hace tarde hoy.
–Ay Roger, tú tan responsable como siempre. No sabes cuán orgullosa me siento cuando eres así –replicó ella. Se acerco al espaldar de la silla donde se hallaba sentado, dispuesta a abrazarlo por detrás. Roger titubeó y extendió los brazos, en un claro gesto de impedir que lo rodeara.
–No hagas eso, por favor... que voy a terminar por atorarme si me abrazas. O con el café derramado en la camisa si me tocas.
–Ay gordito, claro que lo sé. ¿Acaso crees que no te conozco? Hoy estás muy sensible ¿no? Sigo pensando en que deberías pedir un permiso en tu trabajo, ¿sabes?

Luego ella cogió una silla y se sentó a su lado, mientras él sorbía la taza de su café. Y mientras lo hacía, prefirió mirar el reloj de pared antes que ella iniciara un tema de conversación en los próximos minutos que le quedaban. Ciertamente, no se equivocó cuando su esposa, en un tono amonestador, le inquirió:

–A ver, gordito. Dime, ¿qué te pasa hoy?

Odiaba que le llamaran así, “gordito”. Y peor aún, odiaba que ella se lo recordara todos los días –según decía– “de cariño”. Siempre detestó notar que su figura se tornara cada vez más adiposa. Se le venían a la mente los días del colegio, de la academia, de la universidad... cuando sus amigos y amigas, por chacota le trataban siempre como “el gordo Solís”. Odiaba terriblemente esa maldita palabra. Una palabra que a juzgar por su arrastrado encono de años atrás, no debería existir. Aún le dolía recordar esas dos ocasiones, cuando invitó a un par de chicas a salir con él. Con la primera, ocurrió a sus dieciséis. La habían pasado de lo más bien en el cine, la discoteca y el paseo nocturno en un romántico parque. Y cuando él se armó de todo el valor del mundo posible, para decirle que le gustaría ser su enamorado, de pronto las palabras de ella le atravesaban el pecho, cambiando su vida quizá para siempre: Eres muy buen chico Roger, en verdad. Muy simpático, pero... los gorditos no son mi tipo. Desde aquel día renegó con todas sus fuerzas de aquella palabreja. Empezó un régimen de dietas y ejercicios para bajar de peso, con poca fortuna.

Tiempo después, en la universidad conoció a una compañera muy simpática. De rostro tan agraciado que bien valía la pena exponerlo en la portada de algún magazine. Creyó sentirse el hombre más afortunado de universo cuando un profesor los reunió para participar de un trabajo grupal. Intercambiaron números telefónicos, pues por ese entonces era prematuro hablar de celulares personales o correos electrónicos. Entonces para agradarle, Roger empezó a cultivar el noble arte de presentarse impolutamente impecable ante una dama. Perfumado con la colonia más seductora que pudo encontrar en casa, salía a su encuentro y no dudaba en sentarse al lado suyo antes de iniciar cada clase. Hablaban de las tareas, de los temas por desarrollar, los exámenes que se venían y la exposición que tendrían que presentar. Hasta que una noche, Roger le invitó a salir a un lujoso café de moda de la ciudad. Moría por decirle lo bien que ella le hacía sentir, a pesar de la poca estima que sentía por sí mismo. Por su miserable gordura. Por su ignominiosa panza. Por sus abominables anteojos. Por su maldita áurea de nerd que no le dejaba vivir en paz. Entonces ella se le adelantó, le agradeció por lo lindo que se comportaba con una chica como ella, que a su lado se sentía muy segura y que sus atenciones le hacían ver como el hermano que nunca tuvo. Y que sobre todo, ella no estaba interesada en tener novio o pareja alguna. Que cuando cambiase de opinión, él sería el primero en considerarlo como tal, y que de ahora en adelante dejaría de ver a los “gorditos” como simples perdedores. Días después, por esas cosas de la vida, en una conversación casual, aquella chica de sus sueños comentaba a otras amigas –sin notar cuan cerca estaba Roger en ese momento– el tremendo bochorno de imaginar que la relacionaran con un tipo como el “gordo Solís” Que jamás se le habría ocurrido iniciar algo con él, que su tan mentada declaración de amor hacia ella no eran más que calumnias por parte de chicas envidiosas. Que “ése gordo” era un chico muy buena gente, pero nada más. Que esas fachas que llevaba encima, con sus ahumadas gafas, su prominente panza y sus antiestéticos rollos, no iban con ella en absoluto. Que jamás en la vida consideraría casarse con un tipo así, pero que no tenía ningún problema en conservar amistad con él. Y por si fuera poco, la bella e indiscreta infame terminó por confesar el secreto idilio que profesaba hacia otro compañero suyo: un gandul de ésos que nunca asiste a clases, pero a su vez, era uno de los chicos más atractivos de toda la facultad. Un tipo del cual la mayoría de maestros renegaban por sus notorias ausencias, pero que igual se resignaban de volverlo a ver durante los próximos semestres, pues su padre era nada menos que uno de los políticos de turno más pródigo en gastar lo que le viniese en gana, en pos de satisfacer los caprichos de su único hijo. En resumen, un adonis de pies a cabeza, pero completamente inútil para los estudios.

Desde entonces, Roger empezó a odiar mucho más a los niños guapos de su universidad. Pero sobre todo, odiaba aún más no ser como ellos: atractivo, de cuerpo bien moldeado, de abdomen plano, con el cabello engominado y los pantalones vaqueros raídos, al más puro fashion style. Odiaba que todas las chicas se fijasen en idiotas como esos. Odiaba que ellos se las llevaran tan fácilmente a salir a pasear, a conversar, a estar juntos, a ser pareja. Odiaba que todos sus amigos hubiesen tenido enamorada, por lo menos desde los dieciséis; pero que él, a sus veinticuatro, sólo hubiera alcanzado débiles intentos hacia un par de bellas adolescentes, y que ambas lo hubiesen rechazado por la misma cruel razón.

No entiendo por qué piensas que te ves gordo, si apenas se te nota algo llenito, fue una de las primeras impresiones de su actual esposa años atrás, luego de ser presentados por unos amigos en común. Le alegraba la idea de que, por lo menos, una chica no lo reconociera precisamente por su sobrepeso. No veo por qué piensas que estás gordo, si apenas pesarás unos ochenta kilos y algo más... prosiguió ella aquella ocasión. A Roger le pareció interesante el hecho que una chica le hiciera ver otras cosas de él, además de su gruesa apariencia. No pasaron muchos días, hasta que comenzó a visitar más seguido a esta inusual nueva amiga. Amiga con quien, al salir juntos por la calle, ya no había necesidad de fingir comer poco, de esconder la panza tras un pesado suéter, o de jugarse bromas a sí mismo por su “aparente” sobrepeso. Meses después, siendo ella ya su confidente más cercana, Roger le reveló cuánto le apenaba atravesar el cuarto de siglo sin haber disfrutado de una relación formal. Que acabando la universidad, había conocido a otro par de chicas guapísimas que le gustaban mucho, pero que se resignaba a no acercarse a ellas, pues ambas ya tenían novio. Y que se sentía dolido de ver que, por lo menos una de ellas, se había comprometido oficialmente y casaría poco después del postgrado. No quiero ser conocido como gay, porque simplemente no lo soy; lo que ocurre es que las chicas en las que me he fijado, simplemente no se fijan en mí porque... ya sabes, agregaba. Luego de aquella confesión, ella, su futura mujer, se echó a llorar. Roger no entendía el por qué de su actitud, hasta que finalmente su confidente le reveló que desde el primer día que lo vio, no dejó de pensar en él, pues le parecía el hombre más guapo y hermoso de todo el mundo. Tras semejante revelación, él sintió la obligación de calmar sus sollozos recostando su cabeza contra su hombro. Acarició aquellos cabellos que por ese entonces aún no teñía tan ridículamente, y la apretó muy fuerte contra sí mismo, en un insólito arranque de ternura.

No pasaron muchos días hasta que la cosa se volvió oficial: Roger estrenaba nueva enamorada. Y no se trataba de alguna loquita superficial de la universidad u otra advenediza tal, sino de aquella misma amiga que tiempo atrás consoló en sus hombros y que hoy ensayaban una relación a ver qué pasaba después. Y sorprendentemente, a poco menos de un año de conocerse y con todas las formalidades del caso, Roger se atrevió a pedir su mano en matrimonio. Y cuando lo hizo, sintió un enorme alivio de haber llegado a los veintisiete con una novia oficial, un empleo prometedor en un importante diario local y con la admiración de todos los familiares y amigos que no podían creer que el mismo rollizo y tímido gordo Solís de las clases de la facultad, ahora se disponía a sentar cabeza, para envidia de muchos y muchas a las que antaño se las tenía jurada. Se sintió entonces, más que nunca, como un dios.

El día de la boda no dejaba de ver insólitamente bella a su futura esposa. Los gastos en una exclusiva coiffure bien habían valido la pena. Aquella tarde a la novia, la misma mujer que cuando vio por primera vez no le pareció gran cosa, no dejaba de notarla esplendorosa, tan envidiablemente radiante como el sol. Tal y como debería ser, pues muchos de sus compañeros del diario estaban entre los invitados, e incluso se hallaban dispuestos a cubrir la boda en la paginita social de rigor. Él, muy orondo, del brazo de su consorte, su amiga, su confidente, aquella que lo quería tal como era, y no como hubiese querido ser. Recordaba con mucha alegría aquel día, con los amigos felicitándole por todas partes, las chicas deseándole los mejores deseos para ambos, y con una que otra bromita acerca de los corazones rotos que el prometedor periodista Roger Solís había dejado en el camino, a causa de tan sorprendentes nupcias.

Las fotos y los flashes se disparaban por doquier. A él, a ella, a los dos. Sin embargo, alguien llamó su atención en particular. Un hombre, muy bien arreglado, con una barba exactamente recortada, estilo candado. La gomina de su pelo cuadraba muy bien con el tipo de corte que llevaba, haciéndole notar además muy varonil. Creyó reconocerlo como uno de sus compañeros de colegio o de universidad, pero se equivocó. No hubo oportunidad de acercarse a conversarle, mas la imagen de ese extraño llamaba poderosamente su atención. Era de complexión gruesa como él, vestía un terno oscuro, muy bien cuidado, y más de una invitada no dudaba en abordarlo, sin embargo el enigmático personaje prefería estar solo, apenas cruzando algunas palabras con uno que otro concurrente. Hasta que por fin, el misterioso galán notó las furtivas miradas del novio. Le sonrió de una manera especial, que a decir verdad, hizo sonrojarle. Y aproximadamente, cada diez minutos, las miradas de ambos volvían a cruzarse, coloreando aún más las blancas mejillas de Roger. No entendía (o no quiso entender) por qué se sentía así, sobre todo por otro hombre, tan extraño como afín.

–¿Está todo bien? ¿Has amanecido con algún dolor de cabeza o algo así? –proseguía ella, su esposa, aún enfundada en esa bata amarilla y con el cabello desordenado, esperando una respuesta. Roger dejó de mirar la taza de café a la que acababa de dar un último sorbo, para observarla directamente. El teñido de su cabello denotaban un aspecto pajizo, y esos rayos rojos le daban además un aire adefesiero. Decidió ignorar ese detalle y reparó en sus ojos. A los pocos segundos, cambió de opinión, pues notó en uno de ellos una repugnante legaña que le hizo sentir náuseas. Alejó un poco la cabeza para verla mejor, más completamente. Y entonces, notó cuán fea se veía su mujer a esas horas de la mañana. Los ojos pequeños, la nariz desproporcionada y angulosa, los labios gruesos y tan poco atractivos, el opaco cabello, quebradizo y espantosamente teñido para “verse” mejor. Hasta dudaba que años atrás hubiese engendrado un hijo con ella.

–Es el stress, chola. Sólo estoy algo cansado... y cómo la comisión que me han dado hoy va a estar algo jodida, me hace sentir corto. Es todo.
–Ya entiendo. Pero no me llames “chola”, pues. Sabes que no me gusta que me llames así.

Roger sonrió.

–Tú también sabes que no me gusta que me llames “gordito” –agregó.
–Es diferente, pues. Yo te lo digo con cariño. Y estar gordito no es ofensivo para nada. Pero llamarme “chola”, es diferente. Ya me estás catalogando como algo.
–Ya ya... gorda. No te molestes ¿si?
–¡No me llames gorda tampoco! ¿Acaso no puedes llamarme “amor”, “preciosa”, como todos los demás maridos a sus mujeres, o algo así?

Él le sonrió aún más. Y ella, más relajada, decidió cogerle de una mano para aprisionarla entre las suyas.

–Me importas mucho y no quiero que nada te pase, ¿ok? –agregó. Besó sus velludos nudillos y se puso de pie nuevamente en dirección a la cocina. Alzaba la voz para intentar comunicarle un par de asuntos más, mientras él se llevaba un pan a la boca.

–El enano se va a despertar en un rato más. ¿Lo esperas para despedirte de él? ¿O vienes temprano para que te espere antes de irse a dormir?

Roger no podía dejar de sentir cierta aprensión en esa pregunta. Como si una vez más, estuviese sondeando a qué horas saldría del trabajo y cuánto tiempo tardaría en volver a casa.

–Estoy apurado, hoy no sé a qué horas acabe mi comisión. Supongo que me costará toda la tarde. En todo caso, si pasa algo te aviso –agregó, mientras se colocaba el saco.
–Te llamo, mejor. Así te ahorras la llamada.
–No creo que sea buena idea. Tal vez me encuentre lejos de algún teléfono, por la tarde.
–¿También del celular?
–No lo sé. Mejor te llamo para avisar, ¿si?
–Esta bien. Y para mañana, ¿ya decidiste a qué horas iremos a la reunión con los ex alumnos de tu universidad?

Esta vez, Roger no quería llevarla. De un tiempo a esta parte, sentía que la presencia de su esposa lo asfixiaba cada vez más, como queriendo invadir todos los espacios que él ocupaba. Al comienzo no le importaba que fuese así, pero luego todo había empezado a complicarse. Sobre todo porque cada vez sentía quererla menos. Y en más de una ocasión había pasado por su cabeza, la idea de separarse por un tiempo de ella, de su presencia, de su voz, de sus exigencias al compartir la cama, del sexo.

–Mira, no lo sé. Depende lo que me digan hoy. Si todo acaba tranquilo, mañana programo y si quieres, también llevamos para allá a Da...
–Puedo llamar al chico que está organizando todo –le interrumpió–, para confirmar a qué hora empieza, ¿te parece?

No respondió. Sabía que dijese lo que dijese, igual siempre a ella le gustaba tener la última palabra y decidir por él. Apenas se acercó para darle un beso en la frente, mas ella cerró los ojos, esperando que el beso apuntara a sus labios.

–No gorda, así nomás. Ya se me hace tarde, además me he cuidado de no ensuciarme con el desayuno. Cuando vuelva, te doy uno doble.
–Ya gordo, esperaré entonces. Y no sólo ese beso, sino otras cosas más –agregó, con una pícara sonrisa.

Él dio la media vuelta. Abrió la puerta principal, cuando escuchó la voz de un niño pequeño exclamar tati, tati. Aún le quedaban cinco minutos, mas prefirió cerrar la puerta apresuradamente. Esa mañana no quería ver a nadie que lo hiciese sentir más atado de lo que ya se sentía.

Tati ya se va a trabajar. Lo veras cuando llegue hoy temprano... fue lo último que llegó a oír de esa irritante voz, mientras se alejaba cada vez, hacia la esquina de siempre donde esperaba al auto que lo llevaría al diario.




Eran las seis y treinta de la tarde cuando llegó a la puerta de ese modesto edificio. Habían dos o tres autos apoltronados en la puerta, por tanto, supuso que se encontraba en la dirección correcta. Se sentía muy nervioso de estar allí, temía que las personas de la calle notasen su presencia, o peor aún, que algún amigo o conocido cruzara exactamente la misma calle y al preguntarle qué se encontraba haciendo allí, no tuviese la más mínima idea de qué responder. Impaciente, tocó el timbre del enrejado de seguridad. Una oscura puerta de vidrio que se divisaba metros más allá, apenas traslucía si detrás habría alguna persona que lo pudiese atender. Intentó divisar tras del cristal, mas inútilmente sólo podía notar el reflejo de su torpe y nervioso aspecto. Decidió quitarse las gafas para acabar con la maldita facha de nerd, cuando de pronto un zumbido metálico seguido de un breve martilleo, le indicaban que podía empujar la puerta de hierro para pasar. Rogó que nadie de la calle estuviese viéndolo, y entonces presuroso ingresó.

En la entrada del edificio, una sala de recepción lo esperaba. Una atenta señorita le sorprendió con una sonrisa, pues no esperaba que una mujer como ella atendiera a los usuales clientes de ese lugar. Ella le hizo un gesto de espera, pues habían otros dos hombres arreglando cuentas a su lado. Roger atinó entonces a mirar sus zapatos, algo avergonzado de encontrarse en dicho lugar.

Para cuando aquellos hombres por fin se retiraron rumbo a la calle, se sintió más aliviado. No le había agradado para nada las fachas que portaban y hasta pensaba darse media vuelta para salir por la misma puerta donde minutos antes nerviosamente había ingresado.

–¿Es su primera visita al sauna, caballero? –preguntó la recepcionista, en el tono más gentil que pudo intentar. Roger asintió silenciosamente, como temiendo que su voz pudiese ser reconocida por alguien más. Ella nuevamente le sonrió, pues a decir verdad, aquella tarde Roger denotaba un atractivo particular.

–¿Hace cuánto funciona este lugar? La verdad, que no lo conocía –comentó él, tratando de sonar lo más habitual posible. Quería que esta transacción se diera de la forma más natural, a sabiendas que sentía exactamente lo contrario.
–La verdad, señor, ya tiene buen tiempo. Yo trabajo aquí desde un par de años atrás, y hasta donde me contaron ya existía desde antes, quizá diez años más... ¿Trae algo de valor?

Roger se quitó el reloj de pulsera. Era un regalo que apreciaba bastante y que instintivamente protegía cada vez que le mencionaban por el objeto más valioso que portaba. La recepcionista le alcanzó una pequeña bolsa de tela y a su vez, Roger le mostró su tarjeta de crédito. Ella le advirtió del costo de la entrada, mas ello no lo inmutó, y luego de introducir su tarjeta y código en el aparato registrador, la señorita le alcanzó un llavero. Es de su casillero, allí guarde todas sus pertenencias, junto con la bolsita donde también puede colocar otros objetos de valor. No se preocupe señor, aquí todas sus cosas se encuentran garantizadas, agregaba, antes de señalarle con la mirada la dirección que debía seguir hasta encontrar el destino correcto.

Él le sonrió brevemente, antes de alejarse metros más allá, hacia una puerta menos iluminada. El corazón le galopaba con emoción.




Luego de ubicar su casillero, se sentó en una de las bancas más próximas. Afortunadamente los vestidores se encontraban vacíos en ese momento. Y eso le hizo temer aún más. Observó el techo, imaginando que tal vez alguna cámara estuviese filmándolo por razones de “seguridad”. Sin embargo, ya nada podía hacer, estaba dentro de ese lugar, y lo peor que se le podía ocurrir era precisamente mandar todo al diablo y marcharse a casa. Entonces recordó esa mañana, junto a su esposa. A ella persistiéndole sobre a qué horas regresaría al hogar más noche, a su rutina, a su asfixia, a su fealdad.

Recordó entonces a aquel tipo extraño de la boda. Ése que le había despertado una extraña curiosidad al verlo por primera vez. Su sonrisa, su grueso aspecto, su encantadora mirada, su bien proporcionada anatomía. No quiero ser conocido como gay, porque simplemente no lo soy, eran las palabras que nuevamente asaltaban su mente, cuando se las confiaba a su mujer, en sus épocas de soltero. Los maricones son algo asqueroso, y mis papás jamás me perdonarían que yo fuese algo así. Por eso me gustaría casarme o tener novia oficial antes de los treinta. A veces escucho comentarios suyos o de otros de la familia, por no haber salido con muchas chicas en todo este tiempo... y eso me preocupa bastante.

Sonrió luego de recordar aquellas palabras formuladas seis años atrás. En aquel entonces podía soportar que le dijeran gordinflón, seboso, rollizo, lenteojudo... pero jamás maricón. Mas, ¿qué explicación podía dar a aquel deseo de volver a ver a ese desconocido del día de su boda? En un principio se había obcecado rotundamente a que la gracia que percibió de él, se debía simplemente a su decoro, galanura y simpatía. Terminó por olvidar el asunto, hasta que tiempo después surgía en sus recuerdos a raíz del hastío que notaba en su vida de casado. Comenzaba a comprender perfectamente cuando sus padres le advirtieron que esperase un poco de tiempo más, antes de oficializar ese compromiso. Aún puedes conocer otras chicas más, que pueden cambiar tu vida y hacerte ver mejor las cosas, le advirtió su padre; mas Roger incólume, desistió de hacerle caso. Ahora la tenía a ella, su mujer, todas las mañanas y noches al lado de su cama. Soportando su presencia, su respiración, sus abrazos, el fuerte olor de sus babas impregnadas en su piel, sus ronquidos, sus gases...

Y cuando sentía que todo parecía llegar a su fin, que un buen día terminaría por explotar y rogarle darse un tiempo y espacio para reiniciar su relación... nació su único hijo, al octavo mes de casado. Se sintió muy orgulloso de que fuese varón y que a pesar de todo, físicamente se pareciese más a él, que a la poco agraciada de su esposa. Tiempo después, cuando ella insistió en concebirle un hermanito a su primogénito, Roger se negó. Tal y como se negó a que el pequeño llevase el mismo nombre que él, pues temía que tal suerte desgraciara a su pequeño de alguna manera. Fue entonces que los encuentros sexuales, poco a poco comenzaron a decaer.

Muchas veces ella lo esperaba recostada en la cama, tras las sábanas y complemente desnuda, luego de haber puesto la casa en orden y arropado al enano en otra habitación. Él llegaba cansado del trabajo, y mientras se sentaba en la cama dispuesto a sacarse los zapatos, una tibia mano recorría su espalda, esperando una reacción de su parte. Chola, estoy muerto, susurraba él, tratando de sonar lo menos asqueado posible, pues lo último que se le hubiese ocurrido en ese momento, era soportar la faena de copular con una mujer que con el paso del tiempo se volvía inevitablemente más fea. Y ese rostro, junto a ese enjuto y descubierto cuerpo, más aquella tupida y repugnante vagina, le parecía lo más desagradable que había tenido que aguantar los últimos cuatro años.

Sus pensamientos se interrumpieron cuando un hombre, de aproximadamente treinta y cinco años se acercó al vestidor, cubierto únicamente por una pequeñísima toalla y calzando unas gastadas sandalias. El tipo era bien parecido, pero Roger consideró demasiado groseras las miradas que éste le dirigía. Recién entonces notó que aún no se había quitado la ropa, y asumió las sonrisas de aquel extraño como una forma de hacerle ver que se hallaba en medio de un papelón. Abrió su casillero y dispuso a despojarse del saco. El extraño volteó la mirada hacia un espejo y allí Roger pudo notar claramente que el individuo se mordía los labios en el mismo instante que intentaba desatarse la corbata. Nervioso al sentirse intimidado, fingió toser un par de veces y nuevamente se sentó en la banca de los vestidores, esperando que el tipo se marchase. Éste, luego de unos segundos, volteó para mirarlo directamente, de pies a cabeza. Hizo una mueca de repulsa hacia Roger, como reprochando su actitud, para luego desaparecer por el mismo lugar de donde vino.

Cuando Roger empezaba a quitarse la camisa con mayor seguridad y ya sin sentirse espiado por alguien, una voz ronca estremeció el vestidor. Era una risa, escandalosa y premeditada. Roger prefirió ignorarla para evitar tensionarse aún más, mientras desabrochaba la hebilla de su cinturón. Recatado había resultado el puta, fue lo último que llegó a escuchar, antes de que aquella sarcástica carcajada desapareciera por completo del lugar...
(continuará)